“Si destruyes mi país, te mataré. Si amenazas a las próximas generaciones te mataré. Amenazar de muerte a los criminales contaminados no va en contra de la ley”. “Mi boca, no tiene debido proceso”. Estas eran las declaraciones de Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas entre junio de 2016 y junio de 2022, sobre la que sería una de sus principales políticas de Estado, y una de las estrategias más duras frente al control de drogas, en plena campaña a la presidencia.
El archipiélago de Filipinas, este país del sudeste asiático conformado por más de 7.000 islas, es hoy reconocido, gracias a Duterte, como uno de los casos en donde se ha implementado una de las políticas antidrogas más sanguinarias y brutales a nivel internacional. Una política que el exmandatario logró trasladar del ámbito local, mientras fue alcalde de Dávaos entre 1988 y 2016, a una aplicable en todo el territorio nacional.
La Estrategia Filipina Contra las Drogas Ilegales o la PADS (por sus siglas en inglés) y, que muchos medios internacionales calificaron como “campaña del terror”, tenía por objetivo establecer un enfoque global y equilibrado para la reducción de la demanda y la oferta de drogas. Se pensó como un mecanismo de implementación del Plan de Desarrollo 2017-2022, específicamente, para garantizar el deber gubernamental de salvaguardar la seguridad y el orden público.

Esta estrategia de mano dura contra el consumo y tráfico de estupefacientes, ha llevado a que Filipinas se ubique junto a Tailandia, Indonesia, Uganda, Kenia, México y Brasil, como uno de los países con peores índices de detenciones arbitrarias. Así lo evidencia el informe del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Estos países comparten, por lo menos en materia de política antidrogas, una visión particularmente ortodoxa y agresiva frente a la aplicación de la ley y el uso de la fuerza. De esta manera, se han alejado de las nuevas posturas que promueven el debate hacia un cambio en la regulación internacional sobre la droga.
Pero, ¿en qué consiste el PADS?
La PADS fue creada como uno de los pilares del Gobierno de Rodrigo Duterte en 2016, en aras, según las fuentes oficiales, de reducir el consumo y tráfico ilícito de drogas y salvaguardar la seguridad ciudadana. Se institucionalizó como política pública de Estado a través de la Orden Ejecutiva No. 66 del 2018.
La decisión fue expedida por el Secretario Ejecutivo, Salvador Medialdea, cuyas funciones se asemejan a la de Director de Gabinete. Su ejecución y despliegue, por otro lado, estuvo en cabeza del General de Policía, Ronald Dela Rosa, quien fue y continúa siendo uno de los funcionarios más leales al establecimiento.
En principio, la PADS contempla dos paquetes de medidas para su ejecución, uno para la reducción del tráfico ilícito, y otro para la reducción de la demanda o consumo. Con respecto al primero, la política incluye procedimientos de índole policial para la aplicación de la ley como órdenes de búsqueda y captura, persecuciones, redadas y controles contra criminales de alto y bajo perfil. El segundo, más enfocado a medidas de salud pública, incluyen programas de educación preventiva, investigación, tratamiento, rehabilitación y reintegración social.

En la práctica, en la aplicación de la PADS se le ha dado mayor preponderancia al desarrollo de las medidas de ajusticiamiento, ya sea a través del continuo incentivo del uso desproporcionado de la fuerza y, en general, del miedo. Las fuerzas de seguridad han usado masivamente procedimientos policiales como el llamado knock and plead, que consiste en “visitar” puerta a puerta a aquellos sospechosos vinculados con delitos de drogas y permitir que se entreguen de manera “voluntaria”.
El Consejo de Naciones Unidas ha advertido que esta estrategia ha llevado a la detención arbitraria de 223,780 personas entre julio de 2016 y diciembre de 2019. Detenciones que, de manera sistemática, han vulnerado el derecho a la vida, a la dignidad humana y al debido proceso.
¿dónde quedaron los derechos?
Numerosos organismos y asociaciones civiles han demostrado, con suficiente evidencia, que la PADS resultó siendo un mecanismo de fiscalización desproporcionado. Duterte permitió e incitó una supresión de los derechos fundamentales de la población. Esta desproporcionalidad, sumado a la ineficacia de un sistema judicial saturado, e
Según The Borden Project, en 2018 la cárcel principal de Manila, la capital, tenía una sobrepoblación del 300%. En la cárcel de la Ciudad de Quezón, la más poblada del país, el hacinamiento asciende a un 433%. A día de hoy, no se ha detectado una disminución considerable en estas cifras.
Según registros de organizaciones internacionales como Human Rights Watch, en el marco de la implementación de la PADS, se han registrado más de 27.000 asesinatos y la encarcelación de otros 5.000. La mayoría de los asesinatos han sido cometidos por las fuerzas militares y policiales filipinas, sin embargo, hay una alta cantidad de ellos cometidos por patrullas urbanas.
Esto no resulta extraño, puesto que, fue el mismo Duterte quien en televisión nacional incentivaba, no sólo a los miembros de las fuerzas armadas, sino también a personas civiles, a ejercer vigilancia, control y, a su vez, a tomar la justicia por propias manos en caso de tener conocimiento de sospechosos.
Naciones Unidas ha manifestado que, “este lenguaje impreciso y amenazador, sumado a los repetidos ánimos verbales por parte de funcionarios del más alto nivel para usar fuerza letal, puede haber envalentonado a la policía para tratar esta circular como un permiso para matar”.

el rol del sistema internacional
Naciones Unidas, como hemos mencionado anteriormente, ha presentado varios informes en los cuales se detallan unas recomendaciones y se insta al Gobierno de Filipinas a tomar medidas que restablezcan los derechos de la población. Se incluye también, un llamamiento a la comunidad internacional para cooperar en torno al establecimiento de un sistema judicial más transparente y con garantías.
Desafortunadamente, estas recomendaciones resultan ser ineficientes puesto que, con base en el derecho internacional público, no tienen carácter vinculante u obligatorio.
Por otro lado, la Corte Penal Internacional ha tenido un papel más activo en cuanto a su labor de investigar posibles crímenes de lesa humanidad en el caso filipino. Cabe aclarar que Duterte ordenó la salida de Filipinas de la CPI en 2018, decisión que tuvo efecto en marzo del año siguiente. Sin embargo, a pesar de la voluntad gubernamental de desconocer el Estatuto de Roma, este sigue teniendo competencias para conducir investigaciones de hechos acontecidos entre 2016 y 2019. Un claro error de cálculo del Gobierno.
La CPI decidió suspender sus investigaciones en 2018 y las reabrió en enero de este año. La suspensión se dio por solicitud de Duterte, y brindaba la oportunidad al sistema judicial nacional a dar curso a sus propias pesquisas. La reapertura, por otra parte, fue requerida por la Fiscalía debido al insuficiente avance en las diligencias procesales.
Medios como El Mundo afirman que, el actual presidente filipino “Marcos Jr., quien asumió el poder el pasado junio y gobierna en tándem con la hija del exmandatario y actual vicepresidenta, Sara Duterte, tendrá que decidir ahora si colabora o no con la investigación de la CPI, habiéndose mostrado inicialmente reticente a hacerlo.” El General Dela Rosa también ha manifestado públicamente no tener la intención de cooperar si el actual presidente tampoco lo hace. Reconoce que, si bien la CPI sigue teniendo competencias para investigar, sólo podrían llegar a término con la colaboración de la administración filipina.
En la actualidad, la Corte sigue siendo el único organismo de carácter internacional que cuenta con competencia y jurisdicción para investigar, procesar y sancionar a responsables de delitos de lesa humanidad que, a diferencia de los órganos judiciales de Naciones Unidas, cuentan con fuerza vinculante. Sin embargo, también está en sus manos desblindar el proceso de pesquisa judicial con las instituciones locales e incentivar una colaboración efectiva.
La PADS se queda
La PADS sigue vigente en Filipinas y no ha sido modificada por los entes legislativos del país. Esto quiere decir que, para efectos prácticos, la cruel estrategia de Duterte en su guerra contra las drogas tiene el potencial de continuar afectando y desprotegiendo a la población. Incluso, la defensa de esta política por parte de la vicepresidenta Duterte desde uno de los más altos cargos públicos así lo sugiere.
El caso de la guerra contra las drogas de Duterte, deja claro la relativa facilidad con la que Estados históricamente democráticos y estables, como lo era Filipinas, pueden transformarse en regímenes de naturaleza autoritaria. Durante sus años de gobierno, se instauró un poder que suprimió derechos fundamentales, que abusó desmedidamente de su autoridad, que desconoció los pilares constitucionales del país, y que instauró la promoción del terror para ejercer su autoridad.
También ha quedado evidencia que, en cuanto a lucha contra las drogas, Filipinas parece querer seguir manteniéndose dentro de márgenes más conservadores, mientras que varias organizaciones internacionales y diversos líderes políticos siguen planteando un cambio de paradigma en la regulación internacional, sobre todo, frente a la despenalización.
