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EE.UU. y el ascenso de China

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EE.UU y la ascensión de China es un tema recurrente en las relaciones internacionales. La toma de posesión de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos de América el 20 de enero de 2021 supuso el cierre, veremos si definitivo o no, de una era. Atrás se dejaba uno de los períodos más convulsos de la historia del país, con consecuencias tanto en el plano doméstico como en el internacional. Esta etapa, que comprende el intervalo de tiempo en el que Donald Trump ocupó el sillón presidencial, ha estado marcada por la constante polarización que ha ido desarrollándose en la sociedad estadounidense, cuya máxima expresión se constató con el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021.

Por eso, a pesar de la alegría que la marcha de Trump dejó en buena parte de la sociedad norteamericana y en la mayor parte de los aliados de EE. UU., la tarea de Biden se antoja verdaderamente complicada. 

Por un lado, tratar de unir el país y sanar las heridas que estos últimos años han dejado en una población partida en dos mitades prácticamente irreconciliables. Es decir, poner su casa en orden. Y por el otro, recuperar la posición de Estados Unidos en la arena internacional tras cuatro años de repliegue y ensimismamiento, en los que en buena medida la Administración saliente pareció estar más cómoda tratando con regímenes autoritarios tradicionalmente hostiles a Washington que con sus aliados históricos.

En este sentido, resulta relevante el primer mensaje que el demócrata ha querido trasladar en clave exterior: “America is back”. Desde luego, parece que el objetivo del recién elegido presidente Biden es (al menos sobre el papel), realizar una enmienda sino a la totalidad, sí a buena parte de la política exterior llevada a cabo por la anterior administración estadounidense; pero, más allá de una determinada declaración de intenciones, lo que es seguro es que Biden tiene mucho trabajo por delante para tratar de conseguir llevar a buen puerto su estrategia en política exterior.

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Joe Biden y Xi Jinping, en una imagen de diciembre de 2013, en Beijing (China) | AFP

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El intenso proceso de polarización en el que se halla inmerso el país desde la presidencia de Barack Obama, y muy especialmente durante los cuatro años que duró el mandato de Donald Trump, afecta a casi todos los estratos de la vida política en Washington. Esto incluye, por supuesto, al ámbito de la política exterior.

Así, podemos observar diferentes posiciones según portemos la lente del Partido Demócrata o Republicano en asuntos de la relevancia del Tratado Nuclear con Irán, las sanciones a Cuba o la relación con los aliados tradicionales de EE. UU. en Oriente Medio, como ocurre en el caso de Arabia Saudí. Sin embargo, hay un tema, prácticamente el único, que suscita un consenso bipartito cuasi unánime en los pasillos del Capitolio.

El fulgurante ascenso de China y las cada vez menos disimuladas aspiraciones de Pekín de convertirse en la primera potencia mundial a medio/largo plazo ha encendido las alarmas en Washington, que ha señalado al gigante asiático como la gran amenaza para la supremacía norteamericana en el siglo XXI.

Por tanto, la llegada de Biden a la Casa Blanca no variará el marco que sitúa a China como el principal rival de su país en las próximas décadas. De hecho, el que fuera vicepresidente de Barack Obama ha aceptado el diagnostico básico de Trump, consolidando el cambio de rumbo que la Administración de su predecesor llevó a cabo en lo referente a la visión de la evolución del país asiático.

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Joe Biden conoce a Xi Jinping de China desde que servía en la administración de Obama como vicepresidente | AP

Si bien la visión imperante en las últimas décadas en el establishment de Washington mantenía que la creciente interdependencia entre las dos potencias iba a permitir avanzar hacia una progresiva democratización del régimen de Pekín, así como a conseguir templar los hipotéticos choques en áreas como el comercio, la competencia territorial, el respeto a los derechos humanos o incluso los conflictos militares, la realidad ha acabado por imponerse, y el nuevo consenso en las altas esferas de decisión en EEUU sostiene que la integración de China en el sistema económico mundial no está cambiando el país, sino más bien todo lo contrario, es China la que está modificando el orden mundial, y por tanto urge tomar medidas para frenar, y en última instancia revertir, dicha tendencia.

Se consolida así una nueva etapa, donde la integración global en la que, por supuesto se incluía a China, está pasando a ser sustituida por un proceso de decoupling (desacoplamiento económico), entre los dos países.

Esta nueva realidad geopolítica, que deja a las claras la dimensión del ascenso de China, ha sido completamente interiorizada por la élite política norteamericana, y es percibida como un auténtico peligro en EE. UU. La recientemente publicada Directiva de Seguridad Nacional identifica a China como el único estado con capacidad de amenazar el sistema internacional de forma sostenida.

El propio Biden ha afirmado al respecto que la comunidad internacional debe prepararse para una competición extrema entre las dos potencias. Dicho planteamiento, que podría llegar a calificarse con el título de “China First”, supone que EE. UU. atenderá a prácticamente todos los aspectos de su política exterior desde el prisma de la rivalidad con China, llegando a concebir sus relaciones con los distintos estados (incluida la relación transatlántica) y su posición en las distintas instituciones internacionales desde la óptica de su hipotética contribución a mitigar el desafío chino.

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Antony Blinken, Secretario de Estado de los Estados Unidos | REUTERS

En palabras del Secretario de Estado Anthony Blinken, China supone “el mayor test geopolítico del siglo XXI”. Todo el mundo en su país parece ser consciente de la dimensión del problema, y probablemente esa sea la razón principal que explique que se haya conseguido alcanzar un acuerdo a nivel nacional en la “cuestión china”, a pesar del estado disfuncional que la política estadounidense ha mostrado durante los últimos años.

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Ahora bien, una cosa es que la Administración Biden comparta el diagnóstico sobre China y la necesidad de mantener un estado de “mano dura” hacia Pekín, y otra muy distinta es que haya confluencia en el análisis a la hora de responder a dicho diagnóstico; es decir, se ha producido un cambio en el enfoque de Washington sobre las políticas que deben llevarse a cabo para poder contrarrestar a China de la manera más eficaz.

En este punto es donde se produce la crítica al planteamiento estratégico seguido en los últimos cuatro años, ya que en vez de tratar de conformar alianzas para confrontar a China, las políticas unilateralistas de Donald Trump estaban consiguiendo el efecto contrario: alienar a sus aliados y facilitar una mayor penetración china tanto en los organismos internacionales como en las estructuras de decisión de un buen número de países de diferentes partes del mundo, gracias a las millonarias inversiones en proyectos de la envergadura de la Nueva Ruta de la Seda, entre otros.

Ante esa coyuntura, Biden está tratando de articular una respuesta distinta a la ensayada previamente. 

En lugar de empeñarse en impulsar acciones unilaterales, su estrategia se centra en la conformación de un frente común, organizado en torno a las democracias del mundo y liderado por los propios Estados Unidos, con el objetivo de frenar el ascenso chino, contrarrestar sus políticas y efectos perniciosos sobre sus aliados y asegurarse de que China no consiga ventajas competitivas en ámbitos tan importantes como el desarrollo tecnológico.

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El presidente chino, Xi Jinping, brinda con el entonces vicepresidente, Joe Biden | Reuters

Precisamente es en este sector donde se está produciendo uno de los combates más sonados.

La carrera por el dominio de la inteligencia artificial y sobre todo la competición por el control de los sistemas 5G en los distintos territorios ha dado lugar a una enconada batalla geopolítica entre las dos potencias. 

Por un lado, con los norteamericanos denunciando a las compañías chinas suministradoras de este servicio (tales como la célebre Huawei) por estar en última instancia al servicio del gobierno chino, comprometiendo así los datos de todos los usuarios que se encontrasen en un país donde operen estas empresas.

Y por el otro, con los funcionarios chinos por el otro culpando a los norteamericanos por la difusión de falsas acusaciones y por un comportamiento bully (de matón), que no respeta la capacidad soberana de otras naciones para poder elegir aquellos operadores que consideren más adecuados para su desarrollo tecnológico.   

En cualquier caso, parece obvio que desde el país de las barras y estrellas se vislumbra un nuevo paradigma

La mejor manera de hacer frente a China según el prisma de la nueva Administración estadounidense pasa, en primer lugar, por hacerse fuerte a nivel interno. Basta de políticas y retóricas divisivas que fragmenten el país y le resten fuerzas y energías a la postre necesarias a la hora de explotar su capacidad competitiva.

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El presidente de EEUU, Joe Biden | REUTERS

Se ha puesto de relieve una nueva perspectiva que engloba las políticas internas y externas en un mismo cuadro. Siguiendo esa línea conceptual, Biden ha llegado a declarar que quiere implementar una política exterior que funcione para la clase media estadounidense. 

De nuevo, se pone de manifiesto que la prioridad es ocuparse de las políticas domésticas para, de esa manera, ser capaces de encarar las externas desde una posición de fuerza, asegurando de tal forma que el país continúe manteniendo su ventaja competitiva en relación con China.

Pero, además, se pretende ir más allá. El presidente Biden sostiene que, para ser realmente efectivos y lograr un verdadero cambio en la tendencia geopolítica, es necesario modificar la estrategia llevada a cabo con anterioridad. 

Dicha estrategia tenía como eje básico la ralentización del crecimiento económico chino, que en los últimos veinte años se ha desarrollado de manera espectacular, haciendo estéril cualquier intento de desaceleración emprendido por otros estados. 

Al probarse la inutilidad del enfoque tradicional, Biden ha decidido que la línea de acción debe consistir en la inversión de enormes cantidades de dinero en el propio EE. UU., para de esa forma conseguir que, si no es posible frenar el crecimiento económico chino de manera sustancial, sí que se pueda compensar ese déficit con un crecimiento económico notable de su propio país.

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Joe Biden y Xi Jinping en el Centro de Aprendizaje de Estudios Internacionales de South Gate en 2012 | Associated Press

La idea de Biden es invertir en infraestructura, educación y sobre todo en tecnología, ya que, en opinión de las cabezas pensantes del ejecutivo estadounidense, estas son las mejores bazas que Washington puede esgrimir para poder competir y dominar a China en los años venideros.

Por otra parte, como señalaba previamente, Biden tiene una visión distinta a la de Trump sobre el papel que deben de jugar los aliados de EE. UU. en relación con China. 

Mientras que el controvertido presidente Trump era partidario de atacar a China a través de un pulso bilateral de poder articulado mediante medidas unilaterales y sin contar con la opinión ni el soporte de ninguno de los aliados de su país, el nuevo inquilino de la Casa Blanca se muestra mucho más receptivo a la idea de armar un frente común que incluya tanto a sus socios tradicionales europeos como a las naciones de la región Indo-Pacífico, cuyos intereses chocan en buena medida con el expansionismo nacionalista aplicado en los últimos años por el Partido Comunista Chino.

Cabe destacar al respecto el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral, un foro que reúne a la India, Japón, Australia y el propio Estados Unidos y cuyo máximo propósito es la contención de China ante la indudable voluntad de Pekín de dominar toda la región incluso a través de la vía militar.

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Cumbre del “Quad” en la Sala Este de la Casa Blanca, el viernes 24 de septiembre de 2021 | AP PHOTO

No obstante, el denominador común de las heterogéneas alianzas del bloque que pretende liderar Estados Unidos se basa en que todos estos países comparten un sistema dotado de legitimidad ante autoritarismos como el chino: la democracia. Ese será una de las claves en el eje discursivo que el nuevo presidente está tratando de tejer en el campo de juego internacional. Para Biden, tal y como manifestó en unas declaraciones recientemente, resulta de vital importancia demostrar que las democracias también pueden funcionar y constituirse en polos de bienestar económico para los ciudadanos que tienen la fortuna de vivir en este tipo de régimen.

Se trata de probar que, además de la legitimidad que emana de este sistema por el mero hecho de serlo (al permitir la participación ciudadana en la toma de decisiones que afectan al conjunto de la sociedad y garantizar un régimen de derechos y libertades impensables en otro tipo organización colectiva), las democracias también pueden mostrarse eficaces para cubrir las necesidades básicas de la población, haciendo de esta forma menos atractivo un modelo como el chino que, si bien ha evidenciado su éxito en el ámbito económico, dista mucho de ser idóneo en áreas como el respeto a los derechos humanos y las libertades básicas.

horizonte incierto

Desde la perspectiva china, las circunstancias no han cambiado demasiado con la llegada de Biden al poder. El PCC, que dirige los destinos del gigante asiático desde hace más de 70 años, proyecta sus políticas con una visión mucho más a largo plazo que sus rivales occidentales, siempre pendientes de revalidar sus puestos debido al sistema democrático que impera en este tipo de sociedades, lo cual termina desembocando de manera inevitable en miras y actitudes cortoplacistas que, en algunos casos, pueden provocar vaivenes nada beneficiosos en el curso de la política exterior.  De hecho, si hay algo que no se le puede echar en cara al régimen chino es la previsibilidad en sus actuaciones.

Hace tiempo ya que las políticas de Pekín se despliegan de manera consistente fuera de sus fronteras, como se ejemplifica en el caso de la posición “Una Sóla China”, en referencia a la pertenencia de Taiwán a la República Popular.

Sin embargo, lo que sí que ha cambiado en los últimos años, coincidiendo con los años del presidente Xi Jinping en el poder, es la manera de defender los intereses del país en el exterior

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El presidente chino Xi Jinping pasa revista a las tropas estacionadas en Hong Kong | Nozomu Ogawa

China está mostrando actitudes agresivas y punitivas hacia los países que se han negado a aceptar las reglas del juego que está intentando imponer, como demuestra el caso de Australia, país que depende en gran medida del intercambio comercial con China y al que suspendieron buena parte de las importaciones debido a la pretensión australiana de establecer una investigación independiente sobre el origen del coronavirus.

La creciente asertividad de China en la defensa de sus intereses no se queda ahí, sino que abarca áreas como la toma de control de facto de todo el Mar de la China Meridional mediante la expansión artificial de sus fronteras gracias a la construcción de islas, y el reclamo de otras en disputa con diversos países; la defensa de su integridad territorial incluyendo la muerte del principio “un país dos sistemas” aplicado a Hong Kong, o la indisimulada voluntad de hacerse con la isla de Taiwán; la creciente influencia económica sobre países en vías de desarrollo que aceptan el dinero chino a cambio de influencia política del régimen de Pekín; o el castigo mediante sanciones a todo aquel que ose criticar la extrema situación a la que tienen sometidos a los uigures de la región de Xinjiang y que algunos califican como “genocidio”.

Esta actitud belicosa por parte de los representantes chinos responde a un plan de estado auspiciado directamente desde la presidencia del país. La nueva fase de competición total entre potencias en la que el mundo ha entrado exige, en opinión de Xi Jinping y de las élites del PCC, una respuesta contundente. 

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Xi Jinping tras su discurso de cierre del XIX Congreso del PCCh | REUTERS

El tiempo de discreción diplomática de los funcionarios chinos ha llegado a su fin, y la prueba de ello se obtiene observando la nueva manera de actuar de una serie de diplomáticos chinos (sobre todo jóvenes y con proyección) ante lo que ellos consideran “proclamas soberbias” de los políticos occidentales.

La tarea de estos diplomáticos, conocidos como “Wolf Warriors”, que podría traducirse como “Guerreros Diplomáticos”, es contrarrestar el “sesgo occidental” que en su opinión emana del propio mundo occidental hacia China. 

El objetivo final radica en señalar los errores y la hipocresía de EE. UU. y Europa para mostrar a sus ciudadanos la supremacía del Partido Comunista sobre las democracias occidentales. Es decir, una suerte de auto reafirmación para consolidar la posición del Partido a nivel interno, y del país y su modelo de sociedad a nivel externo.    

Pero el nuevo rumbo de la diplomacia china no se queda en las declaraciones altisonantes de una serie de funcionarios de mayor o menor escala, sino que llega hasta lo más alto de los órganos de representación.

Destaca en este sentido la respuesta del ministro de exteriores chino Wang Yi ante las acusaciones de violaciones de los derechos humanos en Xinjiang por parte del secretario Blinken, durante la reunión mantenida en Alaska entre ambos cuerpos diplomáticos. 

El ministro Yang sorprendió a propios y extraños con un tono agrio, recriminando a Blinken por “la mentalidad de guerra fría” de Estados Unidos, y recordándole que su país no estaba en condiciones de dar lecciones tras los fracasos en Oriente Medio y las denuncias de racismo sistémico por parte de las minorías del país.

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Joe Biden reunido con Xi Jinping cuando era Vicepresidente de EE.UU. en 2011 | EFE

El ambiente recuerda, desde luego, al vivido durante la Guerra Fría entre EE. UU. y la URSS, aunque en este caso haya diferencias debido a las distintas características de la extinta Unión Soviética y la China actual. Sin embargo, sí que se vislumbran retazos que recuerdan a aquella época, como apunta la política de bloques que parece estar conformándose.

Por un lado, Estados Unidos quiere atraer a sus socios del Quad en Indo Pacífico y a los aliados europeos al otro lado del Atlántico, y por el otro China está tratando de formar una especie de entente con Rusia en la que Moscú haría las veces de hermana menor del coloso chino.

Cabe destacar al respecto la reciente reunión mantenida entre el ministro de exteriores ruso Lavrov y su homólogo Yi para discutir las opciones de reducir la dependencia del dólar en el comercio internacional.

Si bien a priori podía parecer que la alianza entre estos dos países era poco menos que una quimera debido a los intereses contrapuestos que ambos poseen en regiones de gran importancia estratégica como la de Asia Central, el deseo de unir fuerzas ante Estados Unidos, y la “manera occidental” de entender el mundo, ha llevado a chinos y rusos a asumir sus propias contradicciones internas en pos de un objetivo superior.

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Vladimir Putin recibió a Xi Jinping en Moscú el 5 de junio de 2019 | REUTERS

Por tanto, es ya un hecho que la competición por la supremacía está impulsando la constitución de bloques de manera vertiginosa. 

Esto se puede comprobar, precisamente, con las recientes sanciones interpuestas entre bloques. Es decir, desde Estados Unidos y la UE a China y Rusia, y viceversa. Estas acciones punitivas están subiendo la temperatura en el escenario internacional, enrareciendo el clima a un ritmo inquietantemente peligroso. El problema es que la desescalada no parece una opción factible en estos momentos.

Para Occidente el respeto a los derechos humanos está considerado como una línea roja que ha sido cruzada en demasiadas ocasiones por chinos y rusos. Y, pese a que tanto en Bruselas como en Washington son conscientes de la necesidad de contar con los dos países para resolver cuestiones de la importancia de la pandemia, el cambio climático o la recuperación económica, esto no es óbice para confrontar con ellos si hacen caso omiso a las advertencias sobre las repetidas violaciones producidas en dicho ámbito. 

Por su parte, China, y en menor medida Rusia, consideran que Estados Unidos es una potencia en declive, y no van a tolerar lo que ellos perciben como una intromisión en sus asuntos internos, por lo que la batalla geopolítica parece estar servida.  

De todos modos, la gran pregunta que falta por responder de manera satisfactoria es la posición que adoptará un organismo tan heterogéneo como la Unión Europea. Es cierto que la realpolitik invita a pensar que lo lógico sería que la UE abrazase sin reparos la entrada en el bloque que lideran sus socios estadounidenses. 

Además, la política de sanciones hacia China y Rusia no parece dejar otro camino transitable para Bruselas. Sin embargo, persisten ciertas dudas en no pocos representantes de los diferentes estados que componen la Unión.

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Charles Michel y Ursula von der Leyen tras la cumbre virtual con el presidente de China, Xi Jinping | EFE

Por una parte, porque la dependencia económica con China y Rusia es considerable en buena parte de los intercambios comerciales europeos. Y, por otra parte, por la existencia de vestigios de desconfianza hacia los Estados Unidos.  

Desde Bruselas son conscientes que, pese al indudable acercamiento de la nueva Administración a sus aliados europeos, aún resta por ver hasta qué punto se concretará esta aproximación en términos reales. 

El temor en la UE tras cuatro años de fricciones con Washington no se ha disipado por completo tras la marcha de Donald Trump, y, si bien celebran la nueva sensibilidad proveniente del otro lado del Atlántico, se tienen ciertas dudas sobre la voluntad real del ejecutivo de Biden a la hora de señalar a la UE como socio preferente tanto en el aspecto de la relación con China como en el resto de las cuestiones que abarca la realidad internacional.

Da la impresión de que, pese al compromiso de la Administración Biden con el multilateralismo, se le dará mayor prioridad a la defensa de los valores democráticos y liberales. 

Como Blinken señaló poco después de su toma de posesión al frente de la diplomacia estadounidense, sus acciones se orientarán siguiendo la premisa del mantenimiento del orden internacional liberal basado en normas y liderado por los Estados Unidos. 

En opinión de diversos analistas, esta concepción podría conducir a la sustitución del multilateralismo por el denominado “minilateralismo”, según el cual EE. UU. promoverá la participación en instituciones que incluyan a una serie de estados pero que excluyan a otros, concretamente, y en muchas instancias, a China.

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Joe Biden y Xi Jinping, presidentes de EU y China | Getty Images

Precisamente la apuesta por el grupo de naciones democráticas frente el autoritarismo ejemplificado en países como China y Rusia da prueba de ello. 

Este planteamiento, que denota una visión más “instrumental” del multilateralismo, no se encuentra completamente alineado con aquel que propugna la Unión Europea, con un multilateralismo todos los países tienen cabida, incluidos aquellos donde el respeto a los derechos humanos y las libertades civiles brilla por su ausencia. 

Por tanto, parece claro a estas alturas que el camino que queda por recorrer en la relación transatlántica no será precisamente de rosas, ya que se parte de diferencias de fondo en términos estratégicos. 

El director de la Oficina en Bruselas del Real Instituto Elcano, Luis Simón, lo resume de manera brillante con la siguiente frase: “Biden se encuentra más cerca de Europa que Trump, pero más cerca de Trump que de Europa”.

A su vez, la Unión Europea, que inequívocamente se encuentra más cerca de EE. UU. que de China, preferiría no verse arrastrada a uno de los bloques que den forma a la “Guerra Fría del Siglo XXI”.

La intención de líderes como Angela Merkel o Emmanuel Macron no consistiría en buscar el aislamiento de China, ya que ello repercutiría gravemente en la economía de sus respectivos países; sino más bien en hallar la fórmula para disciplinar a Pekín para que esta detenga los aspectos más lesivos de la política económica ejercida hasta la actualidad, la persecución a los uigures en Xinjiang, o la creciente agresividad en el Mar de la China Meridional.

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Donald Tusk recibe al primer ministro chino | Reuters

Cabe preguntarse si esta voluntad de erigirse como un jugador independiente de los Estados Unidos en el tablero internacional se ha convertido en poco menos que un mantra, alejado de una realidad que no se detiene a valorar las preferencias europeas. Esto, cumpliendo con la premisa de la ya célebre “autonomía estratégica” perseguida por el presidente Macron.

Es clara la nula voluntad china (ni tampoco rusa), de plegarse a la visión occidental de un orden internacional liberal basado en reglas donde no impere la ley del más fuerte. Esto pone en cuestión la táctica europea de permanecer en tierra de nadie, y la empuja irremediablemente hacia el otro lado del Atlántico. 

Aquí es donde sin duda se mantienen notables diferencias, pero se comparte una misma manera de entender el mundo. Habrá que permanecer atentos ante la más que dudosa ratificación por parte del Parlamento Europeo del controvertido Acuerdo de Inversiones entre China y la UE, tras las sanciones chinas a algunos de los integrantes de la propia cámara.

Asimismo, habrá que prestar atención al desarrollo de las distintas elecciones que se producirán a lo largo del año en Alemania y Francia, ya que el resultado de las mismas puede ofrecernos pistas sobre el grado de implicación que los futuros líderes de estos dos países (los más importantes a la hora de decidir el rumbo de la UE), están dispuestos a asumir en la contienda sino-estadounidense. 

Todo un galimatías que dibuja un horizonte de competición entre potencias que ofrece pocas certezas y un cada vez mayor número de riesgos.


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