El pasado 10 de abril una comisaría de policía de la norteña ciudad de Lashio (Estado de Shan) cayó bajo el ataque de insurgentes. Tras varias horas de combate, los atacantes se retiraron tras acabar con la vida de 14 agentes y de incendiar varios edificios gubernamentales. El asalto tan sólo sería uno de los muchos lanzados por los grupos rebeldes contra las fuerzas de seguridad birmanas desde el golpe del pasado 1 de febrero si no fuera por un detalle: era el primero contra un núcleo urbano en el que participaban de manera coordinada miembros de tres grupos insurgentes. En el ataque a Lashio tomaron parte tropas del Ejército Nacional para la Democracia de Myanmar, del Ejército de Liberación Ta’ang y del Ejército Nacional de Arakán, formantes de la ‘Alianza de la Hermandad’. Ésta, junto a un cuarto grupo insurgente, el Ejército Nacional de Kachin, configura la ‘Alianza del Norte’, constituida en 2016, y que lidera la lucha contra el Tatmadaw (Ejército Nacional Birmanio) en el norte del país. Los líderes de los cuatro grupos afirman haber acabado con la vida de más de 350 soldados y policías birmanos en una discreta pero creciente ofensiva desde el pasado mes de abril.
Por su parte, en la zona oriental, el Ejército de Liberación Karen (ELK), activo en los estados de Kayin y Kayah, lograba capturar una base militar en el poblado de Salween el día 27 del mismo mes. Haciendo la guerra por su cuenta desde 1947, el ELK es el grupo insurgente que más tiempo lleva activo en el país, habiéndose negado de manera sistemática a llegar a cualquier tipo de acuerdo con el gobierno central en sus 74 años en armas. Tras el golpe del 1 de febrero fue también el primero en convertirse en blanco de las iras del Tatmadaw, quien apenas una semana después de hacerse con el control total del país, lanzó contra sus posiciones una ofensiva precedida de varios ataques aéreos. La acometida de la Junta no tardó en estancarse. En apenas dos semanas el ELK mató a más de 200 soldados birmanos, presentando una resistencia tenaz que ha sido contestada con una cruenta campaña de bombardeos por parte del nuevo gobierno militar. Padoh Saw Taw Nee, portavoz de la Unión Nacional Karen (de la que el ELK es su brazo armado), solicitó el bloqueo de todo tipo de transacción con el régimen birmano y la implantación de una zona de exclusión aérea supervisada por Naciones Unidas. La reactivación y recrudecimiento de los combates en las provincias periféricas ha producido, así mismo, una crisis humanitaria de notables proporciones. Más de 100.000 personas han tratado de cruzar a Tailandia, India, China y Bangladesh a lo largo de los últimos meses.
La expresidenta de Chile, Michelle Bachelet, actual Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, llamó la atención desde el primer momento acerca de los paralelismos existentes entre la fase inicial de la guerra civil en Siria y la actual situación en Myanmar. “Allí también asistimos a manifestaciones callejeras que, ante la brutalidad con la que fueron reprimidas por parte del estado, dieron lugar al nacimiento de un ramal de grupos insurgentes que arrastraron al país a la debacle”.
Hasta ahora, la veintena de movimientos activos venían librando una serie de guerras de baja intensidad, de ámbito local, generalmente destinadas a lograr la autonomía o independencia de las regiones en las que residen las distintas minorías étnicas. Sin embargo, los líderes de la práctica totalidad de grupos mostraron su lealtad a los líderes democráticos derrocados, exigiendo su restitución en sus cargos y expresando su solidaridad con los manifestantes de las ciudades. Éstos, por su parte, han correspondido a los rebeldes con loas, solicitando que sus ataques continúen, y describiéndoles como “el verdadero ejército de todos los birmanos”. Las posibilidades de que Myanmar se vea arrastrada a un estado de guerra civil generalizado se tornan más plausibles que nunca a medida que los diversos grupos inician conversaciones para expandir sus alianzas.

Mientras, en los núcleos urbanos, donde la fractura social se ha evidenciado con mayor claridad a causa de la brutal represión y enfrentamientos callejeros, la situación de colapso nacional comienza a cobrar forma. Mas de 250.000 profesores, médicos y profesionales varios han abandonado sus puestos de trabajo en las distintas huelgas puestas en marcha desde el 8 de febrero. Numerosos hospitales, escuelas y universidades permanecen inactivos. Con el país cerrado y la actividad económica detenida, los servicios bancarios continúan paralizados, ahondando en la crisis monetaria del kyat (la moneda nacional) y en la escasez de efectivo. Las inversiones extranjeras se han desplomado, mandando de vuelta a casa a la gran mayoría de trabajadores y cooperantes extranjeros, y reduciendo el comercio internacional en un 62%. Consecuentemente, el precio de los alimentos básicos se ha disparado, más de 200.000 personas han perdido su empleo y los negocios familiares afrontan un panorama desolador. La situación es dramática para un país que, a lo largo de la última década, venía acometiendo una fulgurante campaña de desarrollo que, incluso en el actual contexto global de pandemia, les permitía abordar el arranque del 2021 con notable optimismo.
Antes del golpe, las estimaciones para la economía birmana preveían un crecimiento del 5,9% de su PIB. Ahora, cuando se cumplen cinco meses de la asonada, los últimos estudios arrojan datos sobrecogedores. Según un informe del Banco Mundial, el PIB del país se contraería un 10% al cierre de 2021, con entre dos y tres millones de ciudadanos más pasando a vivir bajo el umbral de la pobreza. Por su parte, Naciones Unidas afirma que, desde febrero, el 83% de los hogares han visto recortados sus ingresos a la mitad. Ello elevaría la tasa de pobreza en un 12% para diciembre, triplicándola en los núcleos urbanos, y empujando al país a unos niveles de penuria no vistos desde 2005. Unos 3,5 millones de birmanos tendrán problemas para comprar alimentos a lo largo del segundo semestre de 2021, según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. Aún con todo, puede que estas estimaciones sean incluso modestas. Y es que, el último estudio realizado por Fitch Solutions, prestigioso ‘think-tank’ económico al que a menudo aluden medios como el Financial Times o el Business Insider, sitúa el hundimiento en niveles próximos al 21%.
El desarrollo de los acontecimientos evidencia cada vez más que la salida a la actual situación deberá pasar, tarde o temprano, por la mediación internacional. Sin embargo, Naciones Unidas parece tener las manos atadas con la presencia de Rusia y China en el Consejo de Seguridad. Ambas potencias, ya en 2007, vetaron la aprobación de una resolución de condena contra la represión del ejército birmano durante la ‘Revolución Azafrán’, la última gran oleada de protestas contrarias al régimen militar antes de la transición hacia la democracia parcial.

La última esperanza parece recaer, por tanto, en una posible mediación de la ASEAN. Ya en marzo, Malasia e Indonesia trataron de impulsar la creación de una mesa de diálogo. A finales de abril, la Agrupación de Parlamentarios de la ASEAN por los Derechos Humanos (APHR) solicitó que el nuevo gobierno civil (formado por parlamentarios electos que consiguieron eludir el arresto) fuera también invitado a las reuniones. No obstante, teniendo en cuenta la naturaleza económica de la ASEAN y el hecho de que más de la mitad de sus miembros son estados de partido único o dictaduras militares, su posible intervención arroja escasos visos de optimismo. De hecho, los socios ni siquiera han logrado, hasta la fecha, ponerse de acuerdo sobre si lo acontecido en Myanmar el pasado febrero fue o no un golpe de estado. Peor aún, uno de los miembros más prominentes, Tailandia, país que históricamente acogía de buen grado a los refugiados llegados del país vecino, se encuentra actualmente en manos de una junta militar que mantiene buenas relaciones con el Tatmadaw. A pesar de las duras críticas de la comunidad internacional, Bangkok ha enviado de vuelta a los miles de ciudadanos birmanos que, a lo largo de los últimos meses, han llegado a su territorio.
Previo a la crisis actual, algo más de un millón y medio de birmanos dependían de la ayuda alimentaria externa, la gran mayoría de ellos residentes en las provincias periféricas, donde los enfrentamientos armados suelen ser habituales. Sin embargo, a medida que los choques comienzan a extenderse a la llanura central, el espectro de una crisis humanitaria de proporciones bíblicas se erige como amenaza. En el peor de los escenarios posibles, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) visualiza un estado parcialmente fallido con entre uno y dos millones de desplazados. Ciertamente, aún es pronto para colocarse en tamaña tesitura, pero no cabe duda de que a medida que la brutalidad e incompetencia del Tatmadaw empujan a Myanmar hacia el abismo, la futura reconstrucción se hará cada vez más difícil.