El pasado 29 de mayo tuvo lugar la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia. Antes de ese día, el panorama parecía bastante previsible y se dibujaban dos escenarios posibles: una histórica victoria de la izquierda en la primera vuelta o, más probablemente, una segunda vuelta entre petrismo y uribismo, entre izquierda y derecha.
A unas horas del cierre de las mesas de votación se empezó a vislumbrar un nuevo y sorprendente escenario. Quienes se disputarán la presidencia de la República el próximo domingo 19 de junio serán Gustavo Petro y Rodolfo Hernandez.
Gana la primera vuelta el candidato más respaldado en las encuestas, Gustavo Petro, de la coalición de izquierda del Pacto Histórico, cuyo perfil habíamos esbozado en estas páginas. Consiguió un resultado inimaginable para la izquierda en el país, superando los ocho millones y medio de votos, más de los que había conseguido en la segunda vuelta de hace cuatro años. Su resultado es histórico, pero no le alcanza para ganar en primera.
Rodolfo Hernández, el outsider de estas elecciones, un millonario empresario de la construcción de 77 años, ex alcalde de Bucaramanga, para muchos el Trump colombiano, el candidato que, con sus salidas populistas, vulgares y fuera de lugar generaba más risas que temor, sorprendentemente ha logrado el segundo lugar con casi 6 millones de votos. Las encuestas de los últimos días ya anunciaban esta posibilidad que, por ser inimaginable, no obtuvo mayor consideración ni de los medios, ni de los partidos: no querían ni mirarlo.
Detrás de ellos se hunde el candidato del centro derecha, apoyado por la coalición del gobierno saliente, Federico Gutiérrez, llevándose consigo a la tumba el uribismo como lo hemos conocido en las últimas dos décadas y el decepcionante gobierno de Iván Duque. Se cierra una página de la historia del país. Fracasa estruendosamente la experiencia de la coalición Centro Esperanza, con su candidato Sergio Fajardo, en su segundo intento de llegar a la presidencia, sacando alrededor de 800 mil votos: un verdadero fiasco.
El resultado de esta primera vuelta arroja un mensaje claro y es ya un hito histórico: el pueblo colombiano le apuesta al cambio y no quiere ni a los partidos tradicionales, ni seguir con el uribismo, tampoco confía en un centro político que no ha sido capaz de representar la urgencia de cambio del sistema que los colombianos piden a gritos.
Esto no significa que las dos opciones que se disputarán la presidencia de la República tengan mucho en común. Todo lo contrario.

La izquierda, entonces, sí ha ganado la primera vuelta, pero su victoria en segunda vuelta no es nada sencilla. Rodolfo Hernández, a pocas horas del cierre de las urnas, pasó de ser el candidato despreciable al más coqueteado. La política colombiana tiene sus propias lógicas, a veces ilógicas. La primera declaración de Gutiérrez después de los resultados fue la de su voto por Hernández y su invitación a evitar “el terrible peligro” que gobierne la izquierda. El uribismo se pega entonces al outsider con el cual nadie se habría juntado un par de días atrás. Sin embargo, desde la campaña de Hernández advierten: no hay ningún pacto con los partidos. También los medios de comunicación afines al gobierno han desplegado esta semana una campaña de desprestigio contra el Pacto Histórico publicando centenares de horas de vídeo e interceptaciones ilegales que muestran reuniones de los equipos de la campaña política, intentando poner en duda su credibilidad, y por reflejo hacerle campaña a Rodolfo Hernández. Todos menos Petro es el mandato. La gran periodista colombiana María Jimena Duzán ha bautizado como «petrofobia» ese gran miedo irracional hacia la persona de Gustavo Petro, tan fuerte no solo en la derecha o en el empresariado, sino también en el propio centro político cuyos ejes programáticos son muy similares a los del exalcalde de Bogotá. ¿Una fobia a lo desconocido? ¿A la izquierda? Tal vez un hastío profundo hacia un político que ha destapado el escándalo de la parapolítica causando la detención de muchos congresistas de la derecha uribista, un candidato que no ha parado de crecer y acoger entre sus filas mucha más gente de la del electorado tradicional de esta parte política. Un miedo insensato a que pueda haber una alternancia en el poder que nunca se ha visto en la historia del país.
En el campo de batalla han quedado entonces dos candidatos que no preveían enfrentarse, y mientras Rodolfo Hernández sigue con su discurso monótono, el Pacto Histórico se ha visto obligado a remodelar su narrativa de campaña y desafiar la matemática que, si se suman los votos de Gutiérrez y de Hernández en la primera vuelta, daría la victoria al ex alcalde de Bucaramanga.
No obstante, si la matemática es una ciencia exacta, la política sin duda no lo es, y nuevos factores han entrado en juego en este tramo de la campaña a la presidencia.

Los protagonistas de la contienda
El fenómeno Rodolfo Hernández es sorpresivo por muchas razones. Es un político regional que no se conocía a nivel nacional. Llega a esta contienda como candidato “particular”, sin partidos ni movimientos sociales y, obviamente sin ideología, para seguir el libreto del populismo actual. Llega también sin un equipo de personas con experiencias de la cosa pública. Tiene una relación extraña con la democracia y las instituciones: para muchos analistas su victoria representaría un total “salto al vacío”, o “suicidio”. No ha participado en debates electorales ni en la primera fase ni en esta, y su campaña electoral se ha desplegado mayoritariamente a través de redes sociales y en especial Tik Tok, donde aparece gritando consignas definitivas y autoritarias. Se ha destacado por su agresividad, su vulgaridad en la manera de expresarse y su profunda ignorancia del funcionamiento del Estado. Su único mensaje claro es el de “acabar con la corruptela y la politiquería”, “quitarle la chequera a los corruptos”, pero no está claro cómo lo quiere lograr. Apuesta por el ahorro de dinero público como la solución a todos los males de la economía colombiana, olvidando que el gasto bien manejado del Estado significa inversión social, modernización, acceso a los servicios y derechos básicos por parte de la ciudadanía. En ese orden, su idea genial es la de fusionar ministerios, como el de Cultura y Medio ambiente.
Entre otros delirios de poder, Hernández se propone decretar el estado de conmoción el mismo día de su eventual posesión para saltarse el paso por el Congreso de los proyectos de ley, ninguneando de esta manera la voluntad popular, y legislar solo y sin contradictores hasta que la Corte Constitucional apruebe o tumbe el decreto. Nada nuevo, considerando que este fue su modus operandi en la alcaldía de Bucaramanga. Se propone cerrar consulados y embajadas colombianas en el mundo por ser «un despilfarro sin sentido de plata«, olvidando cuán fundamental es en el mundo actual el cuidado de las relaciones internacionales a nivel político, económico, científico y tecnológico. Después de todo, no sabe ni quién es el secretario de Naciones Unidas. Ni hablar de sus enormes contradicciones, de sus vetustas ideas sobre las mujeres y su papel en la sociedad – “deberían quedarse en casa a criar los hijos” o “el feminicidio es puro cuento”, del desconocimiento de los fundamentos del estado de derecho “me limpio el c*** con la ley”, de las profundas carencias de contenido de su discurso, de su visión muy poco amplia de las preocupaciones de sus compatriotas. Su bandera, el discurso anticorrupción, muy de eslóganes y menos de propuestas concretas, choca con su cita en juicio el próximo mes de julio por un delito de corrupción, precisamente. Es acusado por el delito de interés indebido en la celebración de contratos públicos, supuestamente cometido durante su alcaldía, por la contratación de una empresa para el manejo de las basuras desde la cual su hijo habría recibido una coima. A este propósito, en caso de ser elegido presidente y ser condenado por la justicia, no podría ni siquiera gobernar y dejaría el puesto a su fórmula vicepresidencial Marelen Castillo, académica con ninguna experiencia en política y que no ha tenido ningún protagonismo en la campaña.

Su batalla se libra sobre todo en las redes sociales, así seguirá siendo puesto que Hernández rehúye de los debates (pareciera que su estratega de comunicación, el famoso Ángel Becassino, temiera que sus salidas en falso puedan arruinar la ventaja, y ahora son ellos a dar entrevistas en los medios de comunicación).
Cereza sobre el pastel: hace pocos días, debido a supuestas amenazas (ninguna prueba ha sido presentada, nadie entendió de dónde vendrían), encontrándose en Miami, declaró que se iba a quedar ahí por razones de seguridad hasta el voto del domingo.
Entre más pasan los días, más se hace patente que entre el juicio pendiente y su profundo desconocimiento del Estado, un eventual gobierno de Hernández no sería de mucha ayuda para recuperar lo que queda de la democracia andina. Difícil saber qué esperar y sorprendente que todas esas declaraciones de tintes autoritarios no prendan las alarmas de los políticos de derecha y de centro, autoproclamados demócratas, que se han subido a la lucha contra el petrismo.
A pesar de estos cuestionamientos, nadie que conozca la idiosincrasia colombiana puede negar que Hernández es representativo de rasgos de mucha parte del pueblo colombiano, como magistralmente lo explica la autora Carolina Sanin. El “inge”, como le dicen por ahí, es expresión de una parte del pueblo cansado de la clase política, que sí quiere cambio, aunque signifique la destrucción de las instituciones, porque en toda la vida le han enseñado que la política es la politiquería, la corrupción y los privilegios. Un pueblo al que la experiencia vivida de la política le ha infundido solo temor, envidia y ganas de venganza y le ha quitado la imaginación de desear un país de todos, equitativo, democrático, del buen vivir. Un discurso sencillo y simplista, poderoso y peligrosísimo.
De momento cuenta con sus votos de primera vuelta, muchos (no todos) los votos de la derecha, y alguno que otro del centro caído en la trampa de la petrofobia.
La llegada del ingeniero Hernández alteró la estrategia de campaña del Pacto Histórico, que se había moldeado según el mismo modelo de 2018: continuismo uribista vs cambio progresista. En estos días el PH ha tenido que reformular un discurso en contra de un adversario que no esperaban tener y profundizar los mensajes programáticos reforzándolos en clave anti-Rodolfo, utilizando bien sus nuevos apoyos, el uribismo in primis, bien sus salidas bochornosas como advertencias sobre el riesgo que conllevaría su llegada al poder.

El Pacto Histórico es una coalición de partidos de izquierda, movimientos sociales, de mujeres, indígenas, afrocolombianos que le apuesta a un cambio progresista, que concibe el estado como garante de derechos, de igualdad, de educación y de redistribución de la riqueza. Recoge el activismo de los movimientos sociales, sindicatos, líderes ambientales en los territorios, de las víctimas de la violencia armada, la invisibilización de los pueblos campesinos, afros e indígenas, con la candidata a la vicepresidencia Francia Márquez. Recoge también el legado de la izquierda eternamente excluida de la alternancia del poder – no ha habido verdadera alternancia del poder en Colombia, aunque sea la democracia más antigua de la región -, la izquierda eternamente asociada con la violencia armada, la izquierda exterminada con el genocidio del partido Unión Patriótica, la izquierda asesinada por el paramilitarismo en connivencia con los poderes del Estado, cuando se vislumbraba la posibilidad de que llegase al poder, cuyo símbolo es Gustavo Petro, ex miembro de la guerrilla del M-19 que ha participado en la desmovilización y proceso de paz y la constituyente de 1991. Para una parte de la opinión pública, Petro suscita críticas y temores. Una crítica que se le hace es su terquedad, que se tradujo en incapacidad de construir equipos y delegar en su paso por la alcaldía de Bogotá. Pero sobre todo su ser de izquierdas, debido al contexto regional, suscita el temor de que se quede en el poder a lo Chávez – aunque el único presidente que en Colombia cambió la constitución para lograrlo fue el propio ex presidente Álvaro Uribe. Se suma el temor de que los grandes empresarios pierdan sus enormes privilegios fiscales y empiecen a pagar impuestos según sus ingresos, o el temor de la pérdida de las regalías en las que se basan en buena medida las finanzas públicas, si se produce con la izquierda la transición desde el modelo extractivista de petróleo y carbón a una economía productiva que genere empleos y respete el medio ambiente.
Muchos le imputan tener un programa tan ambicioso de reforma del sistema colombiano que difícilmente podría concretarse. Sin duda el programa del Pacto Histórico representa un cambio radical con respecto al estancado y segregador sistema colombiano, y es normal que pueda suscitar ese sentimiento del “no saber qué esperarse”. Tampoco hay dudas de que, al menos, sería un cambio que pase por las instituciones por democratizarlas, modernizarlas y hacerlas más representativas de la diversidad del país. Aunque es difícil para el Pacto Histórico arañar más votos de los conseguidos el 29 de mayo, lo está dando todo en campana y estrategia de comunicación, bien en la calle bien en redes sociales. Muchos artistas, intelectuales, y más de mil académicos, colombianos y extranjeros, han manifestado su apoyo a Petro y Francia Márquez. Le apuestan sobre todo a ganar votos entre el abstencionismo, el 45%, la cifra más baja de los últimos veinte años.
A pocos días de las presidenciales, las encuestas muestran un empate técnico entre los dos candidatos, que hace muy difíciles los pronósticos. Dos opciones, que representan dos maneras totalmente distintas de hacer política, de concebir el papel de la política y el estado de derecho. Solo hay que esperar hasta el domingo y ver qué destino escogerán las colombianas y colombianos que acudirán a las urnas.
