¿Por qué Europa abre las fronteras para los refugiados ucranianos mientras levanta muros para sirios, afganos, iraquíes y subsaharianos?
¿A qué responde este doble rasero ante una crisis de refugiados a las puertas de la UE?
¿Quién decide quién merece y quién no la ayuda de Europa?
Establecer esta errática distinción entre aquellos que merecen y no merecen ayuda y refugio, no sólo es inmoral sino que, además, traiciona los propios valores de la Unión Europea.
Analicemos tres acontecimientos sin relación directa aparente pero que contados de manera correlativa hacen que la respuesta de abrumadora solidaridad ante la crisis de refugiados ucranianos, adquiera otra dimensión.
1. En la misma semana que la cifra de refugiados ucranianos recibidos por distintos países de la UE alcanzaba la cifra de dos millones de personas (tres millones actualmente según datos de la Organización Internacional para las Migraciones), el gobierno español anunciaba el envío a Ceuta y Melilla de cientos de efectivos de la Policía Nacional y de la Guarda Civil para reforzar las fronteras de estos dos enclaves españoles en el Norte de África, después de que unas 3.700 personas intentaran entrar en Melilla. Según datos del gobierno, lo consiguieron 900 personas, en su mayoría, subsaharianos.
Durante los asaltos a la valla de Melilla, se produjo una particular respuesta que, si bien las autoridades españolas describen como “uso proporcionado de la fuerza”, las imágenes parecen indicar todo lo contrario. Observar estas imágenes al mismo tiempo que se reciben a miles de ucranianos con los brazos abiertos –como siempre debió hacerse- es, cuanto menos, demoledor.
2. La semana pasada se cumplieron 11 años del inicio de la guerra en Siria. Según datos del Observatorio Sirio por los Derechos Humanos, 380.000 personas han muerto. Se calcula que cerca de 117.000 son civiles, más de 22.000 niños entre ellos. Esta cifra no incluye las 205.300 personas reportadas como desaparecidas. De los 12 millones de personas que tuvieron que dejar sus hogares, más de la mitad de la población del país según datos del ACNUR, 5,6 millones están registrados como refugiados fuera de su país. El resto, son desplazados internos.
El caso de los refugiados sirios es aún más llamativo ya que, de alguna manera, son víctimas del mismo agresor en escenarios y circunstancias muy distintas.

3. La crisis de refugiados de 2015 estaba considerada como la peor crisis desatada en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Casi un millón de refugiados llegaron a Europa a lo largo de todo ese año; en su mayoría sirios, afganos e iraquíes, pero también de países como Nigeria o Eritrea. Esta crisis no sólo supuso el fracaso de las políticas migratorias y de asilo de muchos países europeos, sino que, además, hizo tambalear uno de los mayores logros de Europa: el espacio Schengen. Por aquel entonces, los refugiados, incluidas las decenas de mujeres y niños, muchos de ellos sin acompañante, suponían una gran amenaza a la seguridad de la mayor parte de la opinión pública en Europa. Muchos países fortificaron sus fronteras al tiempo que se multiplicaban los discursos xenófobos y de odio. 4.700 personas murieron intentando llegar a Europa. Cuatro mil setecientas. Intentando llegar; no asesinadas por la metralla, las bombas racimo o gases químicos, no. Murieron cuatro mil setecientas personas intentando llegar a nuestro suelo. Las imágenes de mujeres yaciendo sin vida al lado de sus bebés en barcazas semi- hundidas en el Mediterráneo, o de padres intentando proteger a sus hijos con sus propios cuerpos de los golpes de la policía húngara, no parecieron conmover lo suficiente a la evolucionada y solidaria sociedad europea, que permaneció inmutable frente a sus televisores.

Llegados a este punto, la pregunta es: ¿Qué diferencia a unos refugiados de otros? ¿Por qué se ha producido esta ola de solidaridad sin precedentes, mientras que la tónica generalizada hasta ahora ha sido mirar para otro lado?

En una reciente entrevista a Al Jazeera, la profesora Serena Parekh, autora del libro No Refuge: Ethics and the Global Refugee Crisis, aborda esta dualidad ante la distinta respuesta que Europa, tanto gobiernos como ciudadanos, ha dado ante la llegada masiva de refugiados que huyen de conflictos bélicos o situaciones de peligro, violencia e inseguridad. Son varios los elementos que fundamentan este cambio de actitud, pero la cuestión de la raza y la orientación religiosa no puede pasarse por alto. En el caso de los refugiados provenientes de Siria, Irak o Afganistán, tanto medios de comunicación como algunos partidos políticos, establecieron casi de manera inherente una relación muy estrecha entre inmigración y terrorismo, que caló con profundidad en la opinión pública.
Los refugiados ucranianos, tampoco debe resultar extraño que, al tratarse de “un país vecino”, con culturas muy parecidas en el caso de los países de Europa del Este con los que incluso comparten el precio de la desvinculación con la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, esto ayude a fomentar la empatía.
También existen cuestiones geopolíticas e incluso de legalidad ya que, no hay que olvidar, los nacionales ucranianos tienen permiso para entrar en la Unión Europea y permanecer en cualquiera de sus países durante un periodo máximo de 90 días.
Sin embargo, el trasfondo es otro y quizás en los matices se encuentre la explicación.
En Calais, ciudad fronteriza y antesala de la última cruzada de muchos refugiados en su periplo hacia Reino Unido, llevan años criminalizando y segregando hasta la marginalización a los migrantes refugiados provenientes de países como Siria o Afganistán, y otros de África como Etiopía, Sudán o el joven Sudán del Sur. A la espera de poder cruzar el Canal de la Mancha, muchos refugiados no piden techo ni comida; solamente que la policía les deje tranquilos a la espera de que, o bien consigan llegar a costas británicas, o bien sus peticiones de asilo ante el gobierno francés sean aceptadas. Aunque el campamento que llegó a recoger a más de 8.000 refugiados fue demolido en 2016, aún hay cerca de 1.500 personas que sufren malviviendo en este limbo del infierno.

La paradoja está en que el centro de acogida que el gobierno de la ciudad se apresuró en abrir para recibir a refugiados ucranianos está prácticamente vacío, ya que sus peticiones de asilo están siendo atendidas con suprema inmediatez y apenas necesitan pernoctar un par de noches en estas instalaciones. Al tiempo que, refugiados sudaneses recién llegados se ven obligados a pasar las frías noches del invierno en Calais a la intemperie.
Calais es el más burdo ejemplo de esta solidaridad europea a dos velocidades; de esta mirada ante el drama de los refugiados de guerra en blanco y negro; de esta dicotomía entre la empatía y el recelo; entre el deseo de ayudar a aquellos que se parecen físicamente más a nosotros y el volteo de cabeza ante los que despiertan nuestros peores instintos.
La crisis de refugiados ucranianos ha venido a evidenciar que no se trata de una cuestión de si Europa estaba preparada o no, o si disponía de los recursos; sino de la tan esquiva voluntad política.
Pero tampoco hay que olvidar el papel que juegan los medios de comunicación. No han sido pocos los periodistas que se han apresurado en establecer esta similitud entre los refugiados ucranianos y ese “nosotros” que ahora sí parecer ser más unánime y homogéneo que nunca. Sin embargo, el uso de la raza para despertar esta empatía y jugar a juzgar quién merece ciertos derechos, ayuda o protección es, cuanto menos, equivocado y coloca a “los otros”; “los oscuros”, “los fundamentalistas”, “los pobres”, en el otro lado de un espejo que jamás debió existir. Lamentablemente, este doble rasero de los medios de comunicación ha existido siempre.
Poniendo como ejemplo los mayores actos de terrorismo doméstico acontecidos en Estados Unidos, los medios de comunicación siempre se han dirigido a sus perpetradores como “lobos solitarios”, “desequilibrados” o “psicópatas”. Nunca ha habido otra cuestión ni se ha juzgado a todo un grupo étnico, racial o religioso por ello.
Lejos de lo que pueda parecer, no se trata de criticar la respuesta de los países de la Unión Europea a la crisis de refugiados ucranianos, sino de tomarla como ejemplo para sucesivas ocasiones porque, sin duda, las habrá. La media que un solicitante de asilo vivirá como refugiado fuera de su país es de 17 años, 25 en el caso de los que huyen de países en guerra. La mayor parte de estos refugiados no tienen permiso de trabajo; sólo aquellos auspiciados o acogidos por alguna agencia de las Naciones Unidas pueden hacerlo siempre y cuando la legislación nacional lo permita. Si al día siguiente de la invasión de Rusia en Ucrania ya se habían establecido mecanismos legales para que los refugiados ucranianos pudieran no sólo demandar asilo, sino obtenerlo con una rapidez, qué nos dice que esto no pueda replicarse. Es demasiado tiempo como para pedirle a un ser humano que deje su vida en stand by. Si los refugiados ucranianos pueden gozar de permisos de trabajo y del derecho a la atención sanitaria, ¿qué nos impide ofrecer estos mínimos garantes de humanidad a otros refugiados provenientes de otras latitudes?
Europa no fue capaz de responder al millón de refugiados que llegaron a nuestras fronteras a lo largo de todo un año y, sin embargo, sí ha podido responder a los tres millones de ucranianos que han sido recibidos desde que el pasado 24 de febrero Putin invadiera su país.
Podemos hacerlo. Debemos hacerlo. Se lo debemos no sólo a los que no han corrido la suerte de nacer en países relativamente más estables, sino a los valores y derechos que defendemos en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y que son, sin duda alguna, el estandarte más valioso de nuestra cultura y de nuestra sociedad.