El 16 de enero de 1547, Iván IV era coronado zar de todas las Rusias en la catedral de la Dormición del Kremlin. Tenía dieciséis años.
Pese a que no era más que el duque de Moscú, las élites de su feudo estaban convencidas desde tiempos de su abuelo, Iván III (1440-1505), de que su linaje estaba llamado rescatar a los eslavos orientales, darles una patria común y refundar la iglesia ortodoxa. Por ello, adoptó para sí el título de ‘césar’ (en ruso, ‘zar’), y se proclamó rey del ‘Gran Rus’ (Rusia), jurando recuperar Kiev y devolverle su gloria.
Las cosas no le fueron mal. En apenas veinte años triplicó la superficie de sus dominios, conquistó casi toda la cuenca del Volga y, tras empujar a los kanatos tártaros hacia los confines de Siberia, logró expandir sus fronteras hasta los Urales y el mar Caspio. Durante el proceso, conformó una oligarquía profundamente corrupta que ayudaba a sufragar sus campañas militares y, gobernando sus tierras con mano de hierro, desencadenó una brutal oleada de represión contra aquellos nobles que no le habían mostrado suficiente lealtad o respeto. Todo ello le hizo valedor del sobrenombre con el que es universalmente conocido: ‘el Terrible’.

En 2015, en declaraciones recogidas por la televisión nacional, el presidente ruso reivindicó la figura del monarca como un líder “brillante y reformista”. Rechazando la versión general, achacó su mala fama a la propaganda occidental de la época, orquestada desde El Vaticano, para presentar al rey de la Rusia ortodoxa como un bárbaro. Por entonces, sus niveles de aprobación estaban en su cénit. Tras la anexión de Crimea, el año anterior, más del 80% de sus compatriotas avalaban su gestión al frente del país según un sondeo del Levada Center, único centro de estadística ‘independiente’ del país.
de espía a presidente
Si Iván ‘El Terrible’ se coronó zar de Rusia como último de los príncipes kievitas, Putin ascendió al trono como el último de los ‘príncipes soviéticos’.
En 1989, la caída del muro de Berlín le sorprendió como segundo al mando de la oficina local del KGB en Dresde, por aquel entonces parte de la Alemania Oriental. Aunque la ciudad era un destino tranquilo que consideraba poco digno de sus aptitudes, Putin se enorgullecía de formar parte de un servicio de inteligencia en el que había intentado entrar desde su adolescencia. En 1969 se presentó en la sede de su ciudad solicitando incorporarse. Al igual que Iván el día de su coronación, tenía dieciséis años.
Le dijeron que volviera cuando hubiera acabado sus estudios superiores. Y lo hizo. Seis años después, con un grado en Derecho de la Universidad de Leningrado, fue admitido en el KGB y entró a trabajar en el departamento de contrainteligencia del Comité para la Seguridad Estatal. En 1985 desembarcó en la RDA para servir (oficialmente) como traductor.
Nacido en Leningrado (actual San Petersburgo), Vladímir ‘Vladimírovich’ Putin es hijo de un oficial de la marina y nieto de uno de los cocineros personales de Stalin. Sus dos hermanos mayores murieron en la infancia antes de nacer él (el segundo de ellos, Albert, de difteria durante el cerco alemán). Cuatro años después de su llegada a Dresde el Bloque Oriental hacía aguas y, como segundo al mando, con el rango de teniente coronel, tuvo que organizar la destrucción de documentos clasificados y la repatriación de las familias de sus colaboradores. Con la reunificación alemana regresó a su ciudad natal.

Su recibimiento distó de ser triunfal. Considerándose su rol en el cierre de la sede de Dresde como negligente, fue apartado del servicio activo, y durante meses tuvo que procurarse diversos oficios (incluido el de taxista) antes de incorporarse al departamento de relaciones exteriores de su alma mater. Allí, bajo la protección de su antiguo mentor, el profesor Anatoly Sobchak, trató de buscar candidatos aptos entre los estudiantes para engrosar las filas de la nueva KGB que se perfilaba con la Perestroika.
La fortuna le sonrió. En 1991 Sobchak fue elegido alcalde de la ciudad y Putin entró a formar parte de su gabinete. Durante este período vivió el golpe de las navidades de 1991 y la caída de la Unión Soviética. Pero, por irónico que pudiera resultar para un defensor a ultranza del viejo régimen, aquello supuso el principio de su ascenso. En 1993 Sobchak entró a formar parte del consejo presidencial de Boris Yeltsin, siendo uno de los redactores de la nueva constitución rusa. Sus continuos viajes a Moscú permitieron a Putin, para entonces jefe del departamento de relaciones exteriores del ayuntamiento, canalizar buena parte de las inversiones llegadas desde el extranjero, actuando como alcalde en la sombra. Su papel como nexo comercial y relaciones públicas de la Rusia capitalista le ayudó a establecer un vínculo sólido con la nueva oligarquía del país, así como potenciar su imagen ante las autoridades centrales.
Tras la derrota de Sobchak en las elecciones a la alcaldía de 1996, se trasladó a Moscú. Al cabo de un año era vicedirector del gabinete de la presidencia. Su mentor, por el contrario, no tuvo la misma suerte. Acusado de corrupción y con las pruebas acumulándose en su contra, Sobchak abandonó el país rumbo a Francia. Para entonces, la nueva Rusia acababa de hacer un ridículo histórico con una derrota en Chechenia y, deseoso de contar con hombres eficaces, Yeltsin designó a Putin como jefe del FSB, el nuevo aparato de inteligencia nacional, sucesor del KGB.
Apenas diez años tras la caída del muro, aquel agente de Dresde se había convertido en el hombre más fuerte del país. Su paso por el cargo de primer ministro durante el segundo semestre de 1999 fue poco más que una formalidad. Con la salud de Yeltsin en barrena, fue designado sucesor. Su primera medida fue indultar a Sobchak y permitir su regreso. La oligarquía tomó nota.
el nuevo zar
Putin sabe bien cuáles son los atributos que los rusos esperan de su líder. Haciéndose eco de su sensación de desamparo, y apoyándose en las grandes fortunas y servicios de inteligencia del país, ha sido capaz de reflotar Rusia y llevarla de nuevo a ocupar un papel central en el mundo. Su imagen como líder ha seguido una trayectoria paralela a medida que ésta se hacía indiscernible de la de su nación. Incluso en el extranjero, es temido y admirado a partes iguales. Su manera clara y frontal de hablar, su tono imperturbable y su continua denuncia de ‘posturas hipócritas’ o ‘contradictorias’ han llegado a convertirle en un personaje que suscitaba cierto atractivo.
Es el líder populista perfecto dada su capacidad para atraer a individuos de múltiples ideologías. Mientras conservadores y nacionalistas adoran su respeto a los valores tradicionales y símbolos patrios; para los nostálgicos de la era comunista, su anti-americanismo irredente y su bagaje como exmiembro del KGB le legitiman como caudillo. De hecho, el presidente ruso jamás ha ocultado que, para él, la caída del Bloque Socialista fue una de las mayores debacles geopolíticas del s.XX. Algo llamativo si tenemos en cuenta que también hubo dos guerras mundiales.
La invasión de Ucrania, que arrancó el pasado mes, ha vuelto a catapultar su imagen pública (de nuevo según el Levada Center). Del 61% de compatriotas que aprobaban su gestión a mediados de 2021, la cifra había subido al 69% a finales del pasado febrero (antes de la imposición de las sanciones). Por su parte, sus detractores habían bajado del 37% al 29%. Adulteradas las cifras o no, es incuestionable que Putin tiene un apoyo popular mayoritario. A ojos del ciudadano medio, es el arquitecto de una nueva Rusia; una que no se arrodilla, no pide disculpas, se enorgullece de su herencia y no tiene límites. En ningún período anterior de la historia los ciudadanos de este país habían conocido unos niveles de vida y paz similares a los actuales.

Aún queda mucho por hacer. La Rusia de Putin, al igual que la de Iván ‘El Terrible’, adolece de unos males crónicos que precarizan su crecimiento. Si en el s.XVI el país debía estar volcado en campañas de expansión continuas para evitar su implosión, la imagen como potencia de la Rusia actual descansa sobre dos únicos pilares: su abundancia en recursos y su arsenal nuclear. Pese a que el país ha mantenido un crecimiento medio anual superior al 3% entre el 2000 y el 2019, Rusia no exporta prácticamente nada salvo hidrocarburos, minerales, grano y material bélico.
Hasta ahora, el grueso de la sociedad del país había vivido ajeno a los peligros que tal dinámica podría acarrear a medio plazo. Convencidos de que la dependencia europea de sus recursos confería a su país un margen de maniobra amplio, confiaban en las habilidades de la ‘Putinskaya’ para regir la nación y defender sus intereses.
Al fin y al cabo, el nuevo zar les había proporcionado estabilidad y devuelto la voz en el orden mundial.
la invasión pone a prueba la ‘PUTINSKAYA’
Sin embargo, el respaldo de los rusos a su líder podría cambiar a medida que las sanciones surtan efecto, el conflicto se enquiste y los ataúdes comiencen a llegar a casa.
Y es que la historia ha demostrado que la sociedad rusa tiene una tolerancia baja a los reveses militares. Su derrota en la Guerra de Crimea (1853-1856) trajo una serie de reformas que desembocaron en la abolición del sistema feudal (1861). Igualmente, la debacle en la Guerra Ruso-Japonesa (1904-1905) supuso la primera revolución rusa, mientras que los reveses en la I Guerra Mundial acabaron produciendo la caída de los Romanov. Más recientemente, el desastre en Afganistán (1979-1989) fue uno de los elementos que aceleraron la caída de la Unión Soviética.

Ucrania podría tener un efecto similar. Por lo pronto, Rusia está desconectada del mundo, y esta misma semana deberá abonar dos emisiones de deuda por valor de 117 millones de dólares. Las manifestaciones contra la guerra vienen siendo constantes en las ciudades principales del país desde el comienzo de la invasión. Y a pesar de que Moscú ha tratado de evitarlo, las imágenes de los agentes antidisturbios arrastrando a los manifestantes detenidos han dado la vuelta al mundo.
Curiosamente, y como si de una broma del destino se tratara, Iván IV murió sin haber logrado tomar Kiev. Ahora Putin ‘El Terrible’ tiene la (complicada) posibilidad de conseguirlo, pero eso no pondrá fin a las hostilidades ni le legitimará como «zar de todas las Rusias».