Mientras asistimos a la violenta invasión de Ucrania por parte de Rusia y empieza el éxodo de miles de ucranianos que huyen de los bombardeos, gobiernos y líderes europeos aseguran que los prófugos ucranianos serán acogidos y bienvenidos: organizan corredores humanitarios y preparan planes de becas, permisos, visados para los futuros refugiados.
A través de un tweet, la comisaria europea de interior Ylva Johansson ha afirmado: “La Comisión Europea está lista para apoyar a los Estados miembros en su preparación para la recepción mientras la situación evoluciona en Ucrania. Agradezco a Polonia, República Checa, Rumanía, Eslovaquia y Hungría su voluntad para dar protección de manera inmediata. Juntos, estamos con el pueblo ucraniano».
Los países fronterizos han abierto sus puertas a los ucranianos y, en pocas horas, miles de personas han llegado hasta allí para encontrar amparo. La UE ha declarado que activará por primera vez en su historia el mecanismo extraordinario de la Directiva 55/2001 para otorgar asilo a los ucranianos en fuga, sin necesidad de presentar solicitud de asilo. La Directiva prevé una protección inmediata y temporal para las personas desplazadas, mismo recurso que no fue utilizado ni en agosto para hacer frente a la llegada de refugiados afganos; ni en 2015, cuando un millón de sirios cruzaron la ruta de los Balcanes hacia el norte de Europa.

Polonia es uno de los países donde más ucranianos están llegando en estas horas, (muchos ya se habían trasladado al país durante la crisis de 2014) y el gobierno ha mostrado toda su disponibilidad para acogerles con los brazos abiertos, demostrando cooperación y solidaridad. Sin embargo, hasta hace pocos meses, en otro punto de la frontera polaca, el escenario era completamente distinto.
En agosto de 2021 empezaron a aparecer noticias e imágenes de grupos de migrantes (provenientes de países del oriente medio y Asia central) que intentaban cruzar la frontera entre Bielorrusia, Polonia y las repúblicas bálticas para entrar a la Unión Europea. Amnistía Internacional fue una de las primeras organizaciones que alertaron sobre la presencia de migrantes rechazados en la frontera polaca. Al comienzo, la noticia causó sorpresa. Las rutas de la migración ilegal se han multiplicado a lo largo de la última década a medida que los países occidentales han restringido el acceso a sus territorios. En el este de Europa, ya se habían visto visto grandes movimientos de personas en la denominada ruta balcánica, pero el cruce de frontera desde Bielorrusia al espacio Schengen era un trayecto bastante insólito. Luego, se hicieron evidentes las razones de fondo, totalmente políticas.

Pero, ¿cómo se ha originado la crisis? Desde mediados de 2020, el país gobernado por Lukashenko ha empezado a liberalizar el régimen de visados para entrar al país, reduciendo los requisitos para obtenerlos o eliminándolos por completo. Agencias de viajes bielorrusas —con el apoyo de las embajadas— situadas en países con alto nivel de emigración y en situación de conflicto (como Siria, Irak, el Kurdistán iraquí, Afganistán o Yemen) empezaron a vender paquetes de viaje all inclusive, pues incluían el viaje aéreo hasta Minsk, la capital bielorrusa, el traslado en autobús hasta la frontera con Polonia o Lituania, junto con la (falsa) promesa de una vivienda y un contrato de empleo en un Estado miembro de la UE.
Centenares de personas cayeron en esa trampa y empezaron a asomarse a la frontera bielorrusa, aumentando la cifra con el transcurso de los días. Para los migrantes, la acogida en la frontera de la Unión Europea no ha sido exactamente la esperada. De los que han logrado pasar la frontera con Lituania, la mayoría han solicitado asilo, para luego ser devueltos a sus países. La actitud del gobierno polaco, liderado por el derechista Duda, ha sido más dura y el gobierno ha reaccionado a la presencia de migrantes en sus puertas como a un ataque bélico.
Acusando al gobierno de Lukashenko de haber provocado una crisis de refugiados —algo que el presidente bielorruso todavía niega—, Varsovia ha respondido militarmente enviando más de 10.000 policías armados y militares a controlar una frontera larga 400 kilómetros. La orden es clara: no dejar pasar a nadie y, si es el caso, devolver hasta el lado bielorruso toda persona que intente cruzar ilegalmente la frontera. Cabe aquí recordar que el principio de no devolución es un eje fundamental en el derecho internacional en materia migratoria, pues manda, entre otras cosas, que un refugiado que entre a un territorio no pueda ser rechazado y que se le deben otorgar todas las garantías para que su solicitud de asilo sea tramitada y su situación sea analizada. Además, la jurisprudencia de la Corte Europea de los derechos humanos ha apuntado que el principio de no devolución se aplica a toda persona, aunque no haya sido otorgado el estatus jurídico de refugiado o no se haya todavía presentado solicitud.

Ante esta situación de amenaza percibida, Polonia ha declarado el estado de emergencia, figura que no había utilizado ni siquiera en los primeros meses de la pandemia de COVID-19, y ha construido una “zona franca” de algunos kilómetros desde la frontera al interior, a la cual no han podido tener fácil acceso ni los periodistas, para documentar lo que estaba pasando, ni las organizaciones humanitarias, para ayudar a personas en estado de extrema precariedad y vulnerabilidad. Mientras la UE se indignaba por el desafío de Lukashenko, centenares de personas atraídas por esta trampa sufrían hambre, frío, violencia, soledad y hasta la muerte, abandonadas por los dos bandos en el bosque y sin otra esperanza que la de lograr cruzar sin dejarse atrapar por la guardia fronteriza polaca.
El momento más grave de la emergencia humanitaria se vivió entre noviembre y diciembre del año pasado, para luego disminuir a medida que se hacía evidente que las promesas de Minsk no eran nada más que un engaño. Se ha calculado que, hasta noviembre de 2021, hubo cerca de 32.000 intentos de cruzar la frontera ilegalmente y al menos 21 personas murieron. Un drama a nivel humanitario, mas no una crisis a nivel numérico: se cuentan miles de intentos de cruce de la frontera. Es decir, que muchas personas han tratado de pasar la línea, han sido devueltas al bosque bielorruso y han intentado hacerlo nuevamente. Sin minimizar en absoluto el drama humano, los números no indican ni de lejos una “crisis” y no tienen comparación con los flujos de las rutas europeas más transitadas, como la del mediterráneo central, por poner un ejemplo. Sin embargo, el uso del término, por un lado, hace pensar en la imposibilidad de gestionar los flujos y, por el otro, alimenta la narrativa en materia de seguridad del fenómeno migratorio.

El presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko (el “último dictador de Europa”), lleva casi 28 años en el poder y no ha mostrado signos de querer soltarlo. La situación de derechos humanos en el país es muy crítica: se siguen pronunciando condenas a muerte, la libertad de expresión y de reunión han sido reducidas al mínimo, los opositores políticos así como los periodistas viven en constante riesgo de ser perseguidos y muchos han sido encarcelados. En las últimas elecciones presidenciales de 2020, cuando Lukashenko renovó su mandato por sexta vez, el fraude electoral fue evidente y denunciado por muchas organizaciones en todo el mundo.
Ha habido protestas en todo el país, mismas que el gobierno ha reprimido con la fuerza, con consecuentes arrestos y detenciones de muchos opositores. Freedom House define Bielorrusia como “País no libre”, con uno de los puntajes más bajos: 8/100. En junio de 2021, las potencias occidentales, entre ellas la Unión Europea, decidieron aplicar a Bielorrusia una batería de sanciones económicas por violar el derecho internacional en relación a los derechos humanos y, sobre todo, como castigo después del episodio del secuestro del vuelo Ryanair para detener a un opositor del régimen. Ante esas sanciones, Lukashenko reaccionó de manera coherente a su estilo autoritario y golpeó a Europa donde más le duele: con el tema de los migrantes. De esta forma, provocó una crisis humanitaria que instrumentalizó seres humanos por razones políticas. El objetivo, tal vez, era el de disuadir la Unión Europea de imponer más sanciones, o una simple retorsión sin más. En un juego cruel, pero sin duda hábil, Bielorrusia usó la misma carta, la de los derechos humanos, que la UE ha utilizado contra el país imponiendo sanciones.

Ante el desafío bielorruso, una vez más, la Unión Europea ha denegado la acogida y la protección a los potenciales refugiados, ha endurecido los controles fronterizos e impuesto como medida punitiva y disuasoria un nuevo paquete de sanciones a Bielorrusia. A finales de enero de 2022, Polonia comenzó a construir un muro en la frontera con Bielorrusia, de 5.5 metros de alto y con una extensión de 186 kilómetros. A más de 30 años de la caída del muro de Berlín, se erige un muro de cierre de la frontera de la Unión Europea, institución que ha hecho de los derechos humanos y de la cooperación internacional su bandera, para defenderse de miles de seres humanos tan instrumentalizados por un régimen autoritario como rechazados por la UE.
Ante la histeria autoritaria de un dictador que juega con las esperanzas y el futuro de seres humanos en busca de una vida en paz, la Unión Europea, entre cuyos valores fundacionales está el respeto y la garantía de los derechos humanos y el derecho internacional, no ha sido capaz de enfrentar el reto de manera coherente con sus principios. Ha respondido violando, como Bielorrusia, el derecho internacional a través de la captura y la devolución de refugiados y ha terminado por demostrar esa inconsistencia e incoherencia que Lukashenko, y detrás de él Putin, le querían imputar.
Esta historia nos muestra cómo cada vez más, en las últimas décadas, la gestión de los flujos migratorios ha dejado de ser un asunto de humanitarismo y de protección de derechos para transformarse en una carta de juego en la mesa geopolítica. La alusión a temas de seguridad de los movimientos migratorios no es algo nuevo, pero este episodio —sobre todo si escuchamos las declaraciones de los últimos días en relación a los prófugos de Ucrania—, ha mostrado claramente la instrumentalización política de las migraciones y la existencia de un (ya no tan velado) racismo institucional de la UE; que cuando acoge, no lo hace por respeto al derecho internacional, ni a las reglas del juego establecidas, sino que toma decisiones en función de posiciones políticas, olvidando que los derechos humanos son universales y que los flujos migratorios están formados por seres humanos en situación de vulnerabilidad, sin importar de donde vengan y del conflicto del que estén huyendo.