La Guerra de Ucrania ha convertido al gigante ruso en todo un agente de estudio por muchos analistas que, hasta entonces, habían considerado al país eslavo algo marginal en la necesidad de debate académico. Cierto es que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se disolvió hace tres décadas y que el estudio de lo ahora conocido como “espacio postsoviético” era algo más común durante los años noventa y principios del segundo milenio. Las exrepúblicas soviéticas siempre han parecido algo monolítico, inalterable y rodeado de un aura gris de secretismo propio del sistema en donde parecía haberse anclado todo el bloque soviético. Pero esta área geopolítica ha ido mostrando desde hace unos años que podían avecinarse cambios a marchas forzadas. Primero: la guerra entre Armenia y Azerbaiyán por el Nagorno-Karabaj, después las revueltas civiles en Bielorrusia y en Kazajistán y, por último, el comienzo de la terrible invasión rusa a Ucrania.
El mundo postsoviético está profundamente condicionado por su propia historia. La rápida disolución de la URSS dejó a las antiguas repúblicas que la componían sin liderazgos democráticos, como sí tenían otros países como Polonia, Hungría o Checoslovaquia debido a la disidencia interna y los movimientos civiles que habían ido surgiendo en la década de los años 80. La caída de los cuadros del partido comunista dejó a las antiguas élites de poder ante una situación de clara oportunidad para afianzar sus personalismos en un momento de transición política hacia lo desconocido. Generalmente, las transiciones pactadas crean un consenso mediante el cual las antiguas élites conservan ciertos nichos de poder político-económico que impida una reacción interna contra la nueva era política, una especie de cerrojo para asegurar el cambio. Muchas de estas élites aceptan apartarse del frente político a cambio de un beneficio personal, monetario o de prestigio, y esto en el espacio postsoviético llegó a llevarse hasta un extremo insostenible.

La perestroika y la glasnost impulsadas por el ejecutivo de Gorbachov para salvar a la Unión Soviética del colapso introdujo una serie de reformas del sistema comunista que, a la larga, resultaron ser un fracaso que abocó a la URSS a la disolución. La nueva Rusia descansaba sobre los hombros de antiguos cuadros del partido comunista de segunda y tercera línea, y de los tecnócratas que coparon los puestos de poder del gobierno reformista. Algunos de estos apparatchik eran antiguos ministros del PCUS como Viktor Chernomyrdin, Ministro de Industria del Gas entre 1985 y 1989 que fue posteriormente reconvertido a presidente del conglomerado Gazprom y Presidente del Gobierno de la Federación Rusa (1992-1998), Yegor Gaidar, el responsable de la Terapia del Shock económico que llevó a la liberalización y privatización masiva de toda la economía rusa, nombrado Ministro de Economía y Finanzas de la Federación Rusa (1991-1992) y Primer Ministro del Gobierno Federal de Rusia (1992) o Anatoly Chubáis, también Ministro de Finanzas (1997) y el encargado de las privatizaciones masivas y, en definitiva, el creador de la oligarquía rusa.
Podemos definir a la mayoría de estas élites como los yes-men, aquellas personas que rodean a los líderes políticos y que, por complacencia, acatan y aprueban todas las decisiones de su líder y benefactor. Se puede distinguir dos periodos de surgimiento de las oligarquías rusas en la Etapa Yeltsin (1991-1999) y la Era Putin (2000-) que, a día de hoy, siguen coexistiendo en el sistema político ruso:
- Las oligarquías surgidas de la conocida como “Generación Komsomol”, repleta de tecnócratas y miembros de la nomenklatura asociados al relevo generacional dentro de las cúpulas del PCUS. La mayoría eran jóvenes miembros del partido con una mentalidad reformista producto de las discusiones internas durante el estancamiento de la Era Brézhnev. Algunos de estos oligarcas acabaron fundando grandes empresas privadas durante el gobierno de Yeltsin, como Valentin Pavlov, Ministro de Finanzas (1989-1990) y Primer Ministro de la URSS (enero a agosto de 1991), posterior Directivo del Banco Chasprombank y Promstroibank; Mikhail Fridman, fundador de Alfa Group Consortium, una de las mayores compañías inversoras de Rusia y cofundador del banco Alfa-Bank; Vladímir Gusinskiy, uno de los actuales grandes jefes de la prensa y fundador del conglomerado de televisión Media-Most; o Andrey Nechaev, Ministro de Economía de Boris Yeltsin (1992-1993) y principal lobista actual de la Federación Rusa, especialmente para la compañía Gazprom y sus subsidiarias.
- Los conocidos como siloviki, grandes beneficiarios del sistema político de la Era Putin, fundamentalmente antiguos miembros de la FSB, KGB, los servicios de inteligencia o el ejército ruso. La mayoría son antiguos compañeros del propio Vladímir Putin y contaron con el beneplácito del nuevo presidente para reemplazar aquellos oligarcas de la etapa Yeltsin que Putin consideraba peligrosos para su gobierno, a los que desplazó, estatalizó sus empresas o los relegó a un segundo plano de la economía y la política. El reparto de los beneficios económicos entre miembros del ejército y los servicios secretos permite a un gobierno de corte personal y autócrata como el ruso gozar del beneplácito (y el favor) de los verdaderos agentes de poder que pueden hacerle caer. A su vez, Vladímir Putin lanzó una política de re-estatalización de empresas clave de la economía rusa, entre ellas Gazprom, cuya presidencia recae sobre Viktor Zubkov (Primer Ministro durante 2007 y 2008), hombre de profunda confianza de Putin para controlar las facciones internas durante su retiro del Kremlin entre 2008 y 2012; Lukoil, dirigido por Vagit Alekperov, antiguo Viceministro de Petróleo y Gas de la URSS (1991-1992); o Rosneft, cuyo CEO es Igor Sechin, considerado uno de los aliados principales de Putin debido a la amistad surgida durante su alcaldía de San Petersburgo.
Muchas veces, el análisis sobre la política rusa se ha centrado generalmente en resaltar la figura autoritaria de Vladímir Putin como un “Zar” que todo lo controla desde la cúspide de su poder absoluto. Esto, que puede ser cierto, descarga de responsabilidad a aquellos que se benefician de la jerarquía de poder rusa. Más que “Emperador absoluto”, Putin es un creador de redes de poder y de dependencia, capaz de elevar a lo más alto a sus fieles partidarios y seguidores a cambio de lealtad hacia su sistema y su visión ultraconservadora y nacionalista de Rusia. Investigadores expertos en el sistema político ruso sostienen que el putinismo se basa sobre una estructura concéntrica de reparto de poder jerárquico y grandes redes de dependencia.

En este sistema concéntrico, el centro de poder más opaco es el círculo personal del presidente, generalmente compuesta por su guardia personal, también conocida como Servicios de Protección Federal (FSO, en ruso). Es la primera y última línea de combate del régimen de gobierno de Vladímir Putin y, a su vez, la FSO coordina la Rosgvardiya, la policía/cuerpo militar personal del Presidente de la Federación Rusa, que actualmente cuenta con unos 20 mil efectivos. Algunos de sus directores, como Yevgeny Murov, han sido reubicados por el propio Vladímir Putin como directivos de compañías de energía rusas, así como otros han sido elegidos para puestos militares de alto rango.
A pesar de lo que pueda parecer, el círculo de amigos de confianza de Putin es el que probablemente más dolores de cabeza pueden provocar al presidente ruso. Desde el comienzo de su gobierno, muchos antiguos amigos de la KGB o de su etapa en la alcaldía de San Petersburgo fueron designados, como hemos visto, para dirigir los conglomerados empresariales estatales y ministerios de importancia (especialmente Transporte, Energía o Defensa, entre otros). El problema para Vladímir Putin es que muchos han acabado por convertirse en grandes oligarcas que ya no persiguen un interés común con su antiguo compañero, sino que buscan el beneficio propio o el crecimiento de su poder personal. Durante sus dos últimos gobiernos, el presidente ruso ha desplazado de puestos de poder a una gran parte de estos amigos personales para reemplazarlos por tecnócratas al servicio de la nación rusa, que le han permitido asegurarse la continuidad de sus políticas con el consentimiento de esta nueva élite.
Los tecnócratas se han convertido en la retaguardia del sistema político de Putin. Muchos de ellos son jóvenes muy formados tanto en la propia Rusia como en el extranjero y que se han convertido en un nuevo relevo de las élites rusas que emergieron entre el año 2000 y 2008. En el actual gabinete presidencial del Kremlin, dirigido por otro tecnócrata como es Mijaíl Mishushtin, hay una amplia gama de economistas, banqueros, antiguos asesores ministeriales y gobernadores que Putin ha utilizado para purgar internamente la primera línea de su gobierno. Figuras como Maxim Reshetnikov, actual Ministro de Desarrollo Económico, Sergéi Kiriyenko, antiguo Jefe del Estado Mayor del Kremlin, Dimitri Grigorenko, actual Jefe del Staff de Gobierno, o Andrei Belousov, al cual algunos expertos consideran el sucesor designado de Putin y actual Viceministro Primero de la Federación Rusa o los muy conocidos Sergéi Shoigu, Ministro de Defensa y estratega principal de la Invasión Rusa a Ucrania o Sergéi Lavrov, sempiterno Ministro de Exteriores ruso con 17 años de servicio al frente del ministerio.
Por último, debemos tener en cuenta a los que podemos denominar cerrojos del sistema. Estos cerrojos suelen ser empresarios y políticos de segunda línea que no pretenden ni quieren estar en el ojo de la opinión pública pero que mantienen estrechos lazos con Vladímir Putin y las jerarquías superiores. Generalmente son millonarios con cuentas muy opacas y que, en muchos casos, funcionan como testaferros del propio Putin. Muchos de ellos tienen sus fortunas fuera del país eslavo, generalmente en Chipre, Inglaterra o Luxemburgo y que funcionan como la base de la pirámide de extracción. Si los de arriba se enriquecen, ellos se enriquecen, por lo que los hace sumamente dependientes de la cúspide política y económica del putinismo.

Gran parte de ellos tienen cuantiosas inversiones en bancos extranjeros, equipos de fútbol y empresas nacionales e internacionales, entre ellos Suleyman Kerimov, millonario de etnia daguestana con grandes inversiones en bancos rusos como Sberbank o VTB y de la empresa rusa de oro Polyus. En 2008, perdió millones de dólares por sus inversiones en Morgan Stanley, Deutsche Bank y Goldman Sachs, pero tuvo un papel clave para Wall Street al no retirar sus fondos en el colapso de la economía estadounidense. Tiene estrechos contactos personales y políticos con el propio Putin y con Ramzan Kadirov, el temido líder de la Región de Chechenia. Otro de ellos es Alisher Usmanov, principal inversor de VK (la red social más grande de Rusia) y de Facebook, cuando Mark Zuckerberg buscó en los empresarios rusos revivir su compañía alejándose de la crisis financiera estadounidense. Usmanov contó con grandes participaciones en equipos de fútbol europeos como el Everton o el Arsenal (hasta el inicio de la invasión rusa, cuando le fueron retirados los derechos publicitarios a su empresa USM), además es uno de los empresarios que aparecen en los Panama Papers. Por último, entre otros muchos, Oleg Deripaska, millonario ruso con enormes contactos con Bruselas y sus lobbies, magnate del aluminio y la energía, que logró comprar la ciudadanía chipriota gracias a la política del país de otorgar pasaportes a cambio de grandes inversiones en el país mediterráneo. Este pasaporte le permitía plena capacidad de movimiento por Europa, así como libertad de inversión. Deripaska ha sido uno de los grandes sancionados por la Unión Europea tras la invasión de Ucrania, y se ganó el favor de Vladimir Putin por su inestimable ayuda para evitar la caída de la economía rusa en 2009 junto a otros grandes oligarcas. Tiene numerosos cargos abiertos por evasión fiscal y corrupción, siendo además uno de los principales investigados y acusados de mantener lazos con el jefe de campaña de Donald Trump y las acusaciones de haber recibido informaciones privilegiadas durante la campaña electoral estadounidense de 2016.
Estas poderosas redes de poder creadas por el Kremlin son los que han permitido a Vladímir Putin blindar su presidencia sea cual sea el resultado de la guerra contra Ucrania, pero tendrá que rendir cuentas con todos ellos a fin de asegurarse un fin de mandato con cierta estabilidad interna, a pesar de que voces de cambio han vuelto a resurgir en la sociedad rusa. Una gran parte de todos estos oligarcas y siloviki han sido sancionados por la Unión Europea y Estados Unidos desde la anexión de Crimea en 2014 y la invasión a Ucrania, pero la cadena de favores y dependencias en el sistema político ruso mantiene aún firme a la oligarquía extractiva que gobierna la Federación Rusa.
Rusia tiene multitud de estados dentro del Estado, algunos de ellos a servicio del Kremlin y otros que operan bajo su propio interés, como puede ser la República Chechena y la política de “levantamiento de manos” por parte de Putin sobre los desmanes de Kadirov. La presencia de siloviki mantiene los servicios secretos y de seguridad bajo la órbita de la Presidencia, mientras que la oligarquía permite a Vladímir Putin asegurarse un cerrojo político sobre la economía del país eslavo. Este cerrojo se ha mostrado evidente durante la invasión a Ucrania, en la que muchos oligarcas se han mantenido firmes y, al menos, no abiertamente críticos sobre la guerra y las sanciones económicas. Aún es pronto para afirmar que no va a haber una reacción dentro del sistema encabezada por alguna facción de los sub estados que componen la jerarquía de poder ruso, pero la cadena de favores es muy grande y juega a favor de Vladímir Putin. En el caso de que la guerra en Ucrania acabe siendo una derrota rusa al no acabar con la supuesta “amenaza ucraniana”, el sistema está montado para convertirlo en una victoria interna que afiance y reacomode toda la estructura y Rusia siga el mismo camino. Y esto es algo que ya dijo el mencionado ex Primer Ministro Ruso Víktor Chernomyrdin: “Quisimos lo mejor, pero nos salió lo de siempre”.