Primero de julio de 2021 en la Plaza de Tian An Men. En la Puerta de la Paz Celestial, lugar desde el cual los emperadores de las dinastías de antaño se asomaban al mundo, el presidente de la República Popular preside el desfile de celebración del centenario del Partido Comunista Chino (PCC). Investido de un poder del que ningún otro líder había gozado desde época maoísta, y ataviado a imagen y semejanza del ‘Gran Timonel’, Xi Jinping se encuentra al frente de una colosal nación que, con más de mil cuatrocientos millones de habitantes, está en visos de erigirse en la potencia económica dominante. Ante una congregación de más de 70.000 personas, el ‘Gran Emperador Rojo’ manifiesta con orgullo que el ‘Siglo de la Humillación’ ha terminado. “China jamás volverá a ser pisoteada por aquellos que se sienten legitimados para sermonearnos”. El discurso concluye con el renovado compromiso por “devolver el orden a Hong Kong y alcanzar la reunificación definitiva con Taiwán”. La ‘Década de la Preocupación’ acaba de comenzar.
Hasta ahora, la República Popular venía centrando sus esfuerzos en la interconexión de las economías de sendos lados del estrecho. Hacer de Taiwán un territorio dependiente del flujo de capital del continente se convirtió en el eje central de un elaborado proyecto a medio plazo que tenía como objetivo final acabar convirtiendo a la isla una provincia más en el plano económico. Sin embargo, la resiliencia de la economía taiwanesa (una de las veinte más grandes del mundo por PIB), unida a la obstinación del grueso de su sociedad, han terminado por hacer mella en la paciencia del PCC. ¿Se acerca, por tanto, el momento de activar la opción militar?

El temor a que tal posibilidad se materialice aumenta a medida que el calendario avanza hacia otra fecha de mayor relevancia para el PCC: el 1 de octubre de 2049, centenario de la proclamación de la República Popular. No cabe duda de que una ‘reunificación’ lograda por la vía armada dinamitaría de manera irreversible la imagen de ‘potencia amistosa’ que China ha tratado de labrarse a lo largo del presente siglo. Por descontado, peor aún sería celebrar el centenario de la RPC con un Taiwán en ruinas.
Es en esta línea en la que, el exdirector del departamento de inteligencia de la armada de los EE.UU, James Fanell, se refirió al presente decenio como la ‘Década de la Preocupación’, observación compartida por el exjefe del Estado Mayor, el general Jim Mattis. La teoría detrás de tan inquietante término se basa en el convencimiento de que, si Pekín se decantara al fin por invadir militarmente Taiwán, debería acometer su ofensiva a lo largo de la presente década o, a más tardar, en el primer lustro de la próxima. Ello le permitiría reparar los hipotéticos daños causados en la campaña bélica a tiempo, y tratar de ofrecer así una imagen de mayor resiliencia y orden de cara al exterior.
Pero, ¿cuán factible es invadir taiwán?
En primer lugar, tengamos en cuenta que lo que comúnmente entendemos como ‘Taiwán’ es mucho más que la isla de Formosa. Son también las más de cien islas y atolones repartidos por los mares de la China meridional y oriental que la rodean. Algunos de estos archipiélagos, como Kinmen y Matsu, se encuentran a menos de 10km de la costa de la China continental. En conjunto, son los últimos vestigios de la República Nacionalista China, y casi todas las ínsulas periféricas se encuentran protegidas por extensas redes de búnkeres, sistemas de radar, baterías de artillería, misiles antibuque y navíos de acción rápida. Durante más de sesenta años este sistema, unido al paraguas norteamericano (vigente aún en base a la ‘Taiwan Relations Act’ de 1979) han sido la muralla externa de protección de la isla principal.
Tres han sido las ocasiones, desde la primavera de 1950, en las que los gobiernos de Pekín y Taipéi han estado a punto de ir a una conflagración abierta en lo que conocemos como las ‘Crisis del Estrecho’. En la primera de ellas, en 1954, las fuerzas comunistas ocuparon y se anexionaron los archipiélagos de Yijiangshan y Dachen, en la costa de Zhejiang. Cuatro años más tarde, los cazas de la fuerza aérea nacionalista borraron del aire a las aeronaves comunistas en una segunda crisis que fue testigo del primer uso de misiles aire-aire en un combate aéreo. Este último episodio evidenció la clara desventaja tecnológica y logística de las fuerzas de Pekín, quienes incapaces de ocupar las islas de Matsu y Kinmen, tuvieron que aceptar que la invasión de Taiwán era una quimera irrealizable.

Es posible que, tras su apertura al mundo, la República Popular haya tardado algo más de lo esperado en poner en marcha la modernización y potenciación de sus fuerzas armadas. Pero, en cualquier caso, a lo largo de las últimas tres décadas, ésta ha vivido un proceso de furor inusitado.
Como resultado, en la última de las crisis mencionadas, en la primavera de 1996, las autoridades comunistas contaban ya con una respetable marina de combate. Con las primeras elecciones democráticas taiwanesas como telón de fondo, los destructores chinos dispararon tres misiles que sobrevolaron la isla principal antes de caer al mar. La acción era una clara advertencia en caso de que el Partido Progresista Democrático (independentista taiwanés y contrario a cualquier idea de ‘reunificación’) se alzara con la victoria en los comicios y anunciara una ruptura definitiva en forma de declaración de independencia.

Veinticinco años después de dicho episodio, Pekín cuenta con la flota de guerra más grande del mundo, con la segunda mayor fuerza aérea y con casi dos millones de hombres en armas. Por su parte, Taipéi viene desde finales del pasado siglo concentrando sus esfuerzos en frenar una hipotética invasión comunista en el mar.
Para ello, ha reducido drásticamente su número de personal de infantería en activo, concentrando sus esfuerzos económicos e industriales en reforzar su marina y músculo aéreo. Y es que, si bien la armada taiwanesa es mucho menor en número, sus fragatas y buques lanzamisiles cuentan con una tecnología superior a la de los navíos comunistas. Así mismo, Taiwán está protegida por uno de los mejores sistemas de escudos antimisiles y por una de las fuerzas aéreas mejor preparadas y equipadas del continente asiático.
Pero, ¿y si aun así las fuerzas atacantes lograran poner pie en la isla principal? En tal caso, la campaña de invasión podría tornarse una empresa mucho más compleja de lo que en un principio cabría pensar. Taiwán cuenta con una extensión de algo menos de 40.000km2 (similar a Suiza), teniendo una longitud de 400km de norte a sur y unos 150km en su punto de mayor anchura de este a oeste. Está densamente urbanizada en su tercio occidental, en la cual reside más del 85% de sus veinticinco millones de habitantes.

El resto de su superficie, por el contrario, es montañosa y abrupta, y está cubierta por densos bosques y más de 160 picos que superan los 3.000m de altitud. Aquí se encuentra, de hecho, la montaña más alta de extremo oriente, el Yushan, de 3.952m. La isla dispone de apenas una docena de playas que podrían ser empleadas como puntos de desembarco en un asalto anfibio. Todas y cada una de ellas están bordeadas por acantilados, montañas y un denso entramado urbano a duras penas practicable. Sumémosle a todo ello que está a menudo cubierta por capas de nubes bajas, que es golpeada por tifones de manera casi continua entre julio y noviembre y que, asentada en pleno anillo de fuego, sufre temblores considerables de manera habitual. Se mire por donde se mire, la invasión de Taiwán es una pesadilla táctica.
Según estimaciones, como mínimo, Pekín debería destinar 400.000 tropas de tierra para ocupar Taiwán si sorprende a su adversario y deshabilita a su armada y aviación en el ataque inicial. Aun logrando esto, resulta difícil pensar que transportar semejante cantidad de tropas a través de 130km de mar abierto pudiera realizarse de manera furtiva y sin conocimiento o reacción de los EE.UU o Japón.

Es más, para mantener pertrechado a tal número efectivos, sería imperativo utilizar un número aún mayor de buques de carga y repostaje, y las fuerzas atacantes estarían obligadas a asegurar al menos media docena de aeródromos en los primeros días con los que poder mantener un puente aéreo ininterrumpido. En un escenario ideal, una fuerza atacante necesitaría superar a su adversario en una proporción de 3 a 1, pero tal cifra se incrementa a 5 a 1 en caso de ser el terreno geográficamente adverso, y hasta un 10/12 a 1 en caso de hacer frente a un adversario que decida llevar a cabo una insurrección duradera con apoyo de la población civil.
Oficialmente, Taipéi dispone de dos millones de reservistas adscritos a los distintos cuerpos de las fuerzas armadas, y la mayoría de sus ciudadanos varones realiza un servicio militar obligatorio de dos años. En teoría, esto les permitiría triplicar su número de efectivos terrestres en activo (actualmente unos 150.000) en cuestión de días en caso de declararse la ley marcial. Llevar a cabo una lucha prolongada cara a cara en tierra es un escenario al que ninguno de los dos bandos desea enfrentarse.

Taipéi, al igual que Pekín, dispone de un nutrido arsenal de misiles teledirigidos de medio alcance que serían capaces de partir buques acorazados en dos de un solo impacto o de golpear objetivos en el continente. Además, este poco plausible escenario, de llegar a darse, supondría la primera vez en la historia en que dos bandos se enfrentan teniendo a un amplio número de sus ciudadanos residiendo en ‘territorio enemigo’. A comienzos de 2019, se estimaba que unos 400.000 ciudadanos de la RPC residían en Taiwán, mientras que unos 200.000 taiwaneses lo hacían en la RPC (incluyendo Hong Kong y Macao).
Ello, ciertamente, sería una motivación añadida a la hora de limitar la virulencia y dimensión de los ataques armados, obligando a los combatientes a centrarse en la planificación y ejecución de golpes quirúrgicos que minimizaran el número de víctimas humanas y, especialmente, de civiles. La lucha tendría que ser breve y buena parte de la misma se daría tanto en el espacio como en el ciberespacio. Ambos bandos disponen de satélites y de tecnología para atacar o deshabilitar satélites enemigos.
Al mismo tiempo, legiones de hackers y de saboteadores anónimos en sendos lados del estrecho se volcarían en atacar las redes de suministro energético, infraestructuras, finanzas y servicios de su adversario. La duración y consecuencias de este tipo de contienda son difíciles de predecir, pues jamás hasta la fecha se ha librado una guerra semejante.

Evidentemente, las posibilidades de que una invasión armada llegue a producirse son muy escasas, por no decir casi inexistentes. Predecir el futuro es imposible, y en un escenario condicionado por los componentes geográficos, estratégicos, sociales e históricos de este caso, lo es aún más si cabe. Lo que sí está claro es que, de producirse, Pekín sabe que tendría una ventana temporal muy reducida para alcanzar los objetivos que le garantizarían la victoria, y que la reacción internacional sería airada.
Por su parte, Taipéi estaría obligada o bien a repeler la invasión en el mar en los primeros días, o a conseguir ganar tiempo para permitir un despliegue en su suelo de tropas norteamericanas antes de que el primer soldado comunista consiguiera desembarcar. En el supuesto de verse arrastrados a combatir en tierra en una lucha prolongada, sin el apoyo de EE.UU, resistir sería casi imposible.