Si algo ha revelado la aparición y subsiguiente expansión global del virus covid-19 es que el campo de batalla ideológico no es meramente militar o comercial, sino que también se trata de una batalla cultural por el control de la información. Esta cuestión, que erróneamente podría conducirnos a la ideación de los estados supuestamente totalitarios, al mismo tiempo está presente en las potencias democráticas. Estas, amparadas en el estado de derecho y la libertad de prensa, sacan partido de esta legitimación conformada tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Aquí no se expone una postura antidemocrática, pronacionalista o autoritaria, sino que se atiende a aquello que Gustavo Bueno se refirió como fundamentalismo democrático. En este contexto, no hay ningún actor global que genere tantas suspicacias como la República Popular China, la cual acaba de adentrarse en un terreno extremadamente delicado al cambiar su estrategia respecto a la propagación del virus. Algunos analistas apuntan a que esta relajación de las medidas que tanta controversia han causado y que han incrementado la ya de por sí falta de confianza del eje anglosajón y sus adláteres hacia China, podría provocar alrededor de 20.000 muertes diarias hasta alcanzar el millón y medio de decesos en pocos meses. Además, aunque el sistema sanitario chino ha mejorado ostensiblemente en las últimas décadas, no hay que olvidar que se trata de un país en vías de desarrollo donde la seguridad social continúa en proceso de crecimiento. Por lo tanto, el colapso sería prácticamente inevitable, algo que el PCCh ha querido evitar a toda costa desde hace casi tres años.
Aunque suene a caricatura para algunos, China es el único estado-civilización realmente existente y las ideas filosófico-políticas han permeado en mayor o menor medida en las subsiguientes generaciones chinas desde hace varios milenios. Tras más de dos años de intensa protección y contención del virus, la respuesta inmunológica no es tan potente como la que hemos construido en muchos países occidentales. Ventaja: las sucesivas variantes del covid-19 son muy contagiosas, pero poco letales. Desventaja: mucha población china, especialmente anciana, no está vacunada. Y este es un punto clave. Si hay alguna religión oficial en China, esa es la familia. Y por mucho que amemos y respetemos a las nuestras en Occidente, la familia china alcanza unas cotas de importancia difícilmente cuantificables desde nuestra perspectiva. En la institución familiar china, el respeto hacia los ancianos es sagrado. ¿Y quiénes construyeron la República Popular China? ¿Quiénes permitieron que los jóvenes chinos de 2022 tengan una calidad de vida y capacidad de consumo inimaginable para aquellos que sufrieron hambrunas y miseria? Los ancianos de la China actual. Permitir que el virus se expanda a sus anchas conllevaría un doble sacrificio: engrosar las cifras de muertos y, para más inri, que muchos de ellos sean ancianos. Este es el fino cable que como un dotado funambulista debe cruzar el PCCh: medidas impopulares o crecimiento económico.

A ello se ha unido las presiones ejercidas por algunos ciudadanos, sobre todo jóvenes urbanos, al salir a la calle para protestar legítimamente por un hartazgo acumulado desde 2020. China sabe que tiene que convivir con el virus, pero a la manera en que ellos hacen las cosas: con características chinas. Esta es la coherencia histórica a la que el PCCh se apega. China no puede copiar a Occidente. 1,4 billones de personas es una población imposible de conceptuar para la mayoría de los estados democráticos. No se trata de la falacia de los grandes números. Es una masa social que puede generar una catástrofe humana de más de un millón de muertos.
Como señala Hanizstch, la exposición elegida por los medios de comunicación para reflejar una realidad determinada afecta a nuestra percepción. Respecto a China, sostengo que existe una estrategia de minimización. A saber: cualquier información, suceso o evento acaecido en China es susceptible de ser rebajado de grado. Por ejemplo, la salida de la pobreza de entre 600 y 800 millones de personas en las últimas décadas sigue sin verse en Occidente como lo que realmente es: un fenómeno nunca antes visto en la historia de la humanidad. De hecho, la exigencia de las autoridades chinas en este asunto llevó a sobrepasar positivamente el umbral de la pobreza establecido por la ONU. Por otro lado, los acontecimientos polémicos en China son triturados de manera inclemente por parte de periodistas y políticos del otro lado del mundo. En la provincia occidental de Xinjiang existen campos de concentración y genocidio de la población musulmana uigur, lo que invalida cualquier intento de acercarse a la raíz de un problema de terrorismo yihadista muy arraigado en la región. O si un programa espacial llega a la cara oculta de la luna se observa con cierto interés y curiosidad, pero sobre todo con miedo dado el acelerado desarrollo tecnocientífico que los chinos podrían usar para conquistar el espacio. Bien es cierto que la posición del PCCh no contribuye demasiado a la transparencia proyectada a la esfera internacional. Al mismo tiempo, como indican Sullivan y Lee, la ignorancia del público general y el breve espacio en los medios obliga a dejar el análisis matizado y detallado a un lado, creando imágenes estereotipadas y con mensajes de fácil digestión. La preponderancia de la violencia, el conflicto y los eventos negativos copan los medios, resumido por Keane con el lema “haz el mundo peor de lo que ya es”. Las opiniones son cada vez más polarizadas y la presencia de un estrato moderado sigue menguando.
Cuando el brote inicial solo afectaba a China, los medios occidentales en vez de poner el foco en el hecho en sí, parecían más preocupados por lo no mostrado, es decir, por la ocultación de información del gobierno chino. Las decisiones mediáticas conducen al lector hacia la conformación de una visión del mundo, y además pueden condicionar las inversiones y el comercio con determinados actores. Los medios enfatizan y desenfatizan el marco cognitivo y la agenda que guía nuestra mirada. Si todos fuésemos lectores críticos entenderíamos la máxima de McLuhan “el medio es el mensaje”. Pero ¿realmente lo somos?

Paradójicamente, China no ha dejado de ser un estado periférico. Pese a su prevalencia e inmenso poder, China representa la esfera opuesta que combate incesantemente el hegemón anglosajón-protestante, liderado por los Estados Unidos y con toda la Unión Europea en su órbita. Recordemos que China sufrió el conocido como “siglo de la humillación”, período en el cual fue vejada y manoseada impúdicamente por las colonias europeas y americanas. Y el PCCh tiene claro que esa historia no va a repetirse. Mientras tanto, los medios suelen utilizar términos como amenaza, estrategia, nacionalismo chino o estado ciberautoritario. China, en contrapartida, usa su propia retórica, como por ejemplo 和平崛起 (ascenso pacífico).
Uno de los temas cruciales del siglo XXI es saber qué papel juega China en un orden mundial multipolar, pero aún teóricamente alejado de su realidad política. Los derechos humanos, que fueron esenciales durante la Revolución Francesa, desaparecieron del mapa teórico durante el siglo XIX. Fue a partir de 1970 cuando empezaron a ser apropiados de nuevo como parte sustancial de la ideología capitalista hegemónica. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no fue firmada ni por el bloque soviético ni por el musulmán, por lo que su impronta se circunscribió a la esfera democrática liberal, que aun así la expande por el globo independientemente de la ética, la moral, el derecho y la idiosincrasia de miles de millones de personas agrupadas en otros estados. Esta sería la dialéctica contemporánea. Los derechos humanos en contraposición a ideologías teológicas como el Islam. Dentro de esta narrativa de buenos y malos asistimos a su vez a un proceso en el que las dos potencias globales enfrentadas, Estados Unidos y China, intercambian sus roles. El primero, replegándose sobre sí mismo. El segundo, ampliando sus horizontes en la esfera geopolítica. La coyuntura del covid-19 ha engrosado ese marco narrativo neoliberal en el que es necesario un adversario ideológico, siendo Rusia y, sobre todo, China, el centro de la diana. Por otro lado, China también ha capitalizado las circunstancias para redoblar su posición estratégica. Sin embargo, esto ha venido acompañado de una crisis de gobernanza unido a protestas urbanas que le ha forzado a virar ligeramente de rumbo. De todas formas, hará falta tiempo para determinar si estas dinámicas mediático-políticas continúan fragmentando el mundo actual en plataformas continentales ideológicamente enfrentadas.
