noviembre 2021
Y el día llegó. Tras casi dos más que turbulentas décadas de ocupación militar en Afganistán, el ejército de Estados Unidos abandonó de manera definitiva el país centroasiático el pasado 31 de agosto, poniendo fin al conflicto bélico más largo de su historia, al menos en lo que a presencia militar en el extranjero se refiere. Atrás deja un país dominado por el movimiento talibán, precisamente aquel al que combatió en la denominada “Guerra contra el Terror” desde el año 2001, debido al apoyo que esta facción prestó al grupo terrorista Al-Qaeda, culpable del mayor atentado perpetrado en suelo estadounidense en aquel fatídico 11S.
La retirada norteamericana se ha visto envuelta en una polémica comparable a la acaecida en 1973 en Vietnam. No sólo por las impactantes escenas de huida acontecidas en el aeropuerto de Kabul que, en cierta manera, recuerdan a la fuga de los helicópteros norteamericanos en la embajada survietnamita de Saigón; sino, sobre todo, por la imagen de impotencia que los Estados Unidos han mostrado al mundo. La inevitable sensación de derrota vuelve a manchar la trayectoria del ejército más poderoso del mundo, así como la reputación de un país que no atraviesa su mejor momento, tanto a nivel interno -siendo la nación con mayor número de víctimas contabilizadas por la COVID 19 y atravesando un período de tensión social e institucional, – como externo -su credibilidad internacional se ha visto severamente dañada a causa de sus últimas actuaciones en Oriente Medio-.

Razones del Colapso Afgano
Pese a los ríos de tinta que han corrido desde la caída de Kabul, lo cierto es que el desenlace de la contienda no ha sido del todo imprevisto para el gobierno de los Estados Unidos. Los informes presentados por el secretario de Defensa Lloyd Austin en junio de este mismo año a instancia de los servicios de inteligencia ya auguraban una hipotética caída del gobierno afgano, con la notable particularidad de que se preveía que esta tuviera lugar dos años después de la completa retirada de las tropas estadounidenses del país, no antes de la misma. Un fallo operativo que el presidente Biden no ha dudado en achacar a la “falta de disposición” de los soldados afganos a luchar por su país frente al movimiento talibán.
Aunque se dé carta de veracidad a las afirmaciones del presidente estadounidense, parece claro que los Estados Unidos y sus aliados han cometido errores sobre el terreno que han favorecido el fatal desenlace del conflicto. El primero de todos, no acabar de derrotar de manera definitiva al grupo talibán. Pese a que es muy sencillo decirlo y muy difícil de conseguir en la práctica, lo cierto es que, tras la aparente victoria inicial en la que se consiguió la huida de los talibanes del gobierno de Kabul para esconderse en las Montañas Blancas, faltó una voluntad decidida para llevar a cabo el último paso y destruir militarmente a la organización que hoy domina Kabul.
La razón principal que explica el “olvido afgano” consiste en que, para Washington, Afganistán pasó a un segundo plano una vez decidió entrar en la otra gran guerra de Oriente Medio, la de Iraq, desaprovechando unos años claves para terminar de conseguir su objetivo. Para cuando quiso darse cuenta, los talibanes se habían rehecho, su movimiento ganado apoyo popular y su derrota final pasó de ser posible a convertirse en una quimera.

Otro factor importante que explica el fracaso en la configuración de un estado afgano democrático y respetuoso con los derechos humanos radica precisamente en la doctrina seguida por Washington en las intervenciones “democratizadoras” en países como Iraq y, sobre todo, Afganistán. Como explica en su artículo el coronel Albero, resulta inútil intentar transformar una sociedad primitiva según parámetros occidentales. Al fin y al cabo, “entre la Edad Media y el siglo XXI hay múltiples etapas intermedias que es preciso recorrer y que se pueden acelerar, pero no ignorar”.
El aparato decisor norteamericano erró en otro elemento de suma importancia a la hora de lograr la ansiada estabilización de Afganistán: no supo elegir correctamente a las élites afganas destinadas a regir los destinos de un país ya suficientemente complicado de domesticar de por sí. En este sentido, y a pesar de lo relativamente esperable del fenómeno de la corrupción “autóctona”, los estrategas estadounidenses fueron incapaces de controlar dicha corrupción y encauzarla en una dirección provechosa, facilitando de esa manera la deslegitimación del gobierno de Kabul a ojos de buena parte de la población afgana.

En cualquier caso, la decisión del presidente Biden -en consonancia con lo previsto por la Administración anterior-, de poner fin a la guerra interminable de Afganistán, va en clara sintonía con el sentir de amplias capas de la sociedad estadounidense, cansada del enorme coste humano y económico de un conflicto en el que el interés nacional de Estados Unidos no estaba en juego. Quizá esta aseveración no sirva de consuelo para una población afgana -con especial mención a las mujeres del país-, que había gozado de veinte años de derechos y libertades que ahora serán sin duda arrebatados, pero no por dolorosa la realidad deja de ser cierta.
Estados Unidos cierra así un ciclo de intervencionismo liberal propio del período de un mundo unipolar de la posguerra fría que ya no existe. El proceso de “State-Building” en Afganistán desarrollado por las sucesivas administraciones norteamericanas ha fracasado, por mucho que el actual inquilino de la Casa Blanca niegue ahora que ese fuese uno de los objetivos de Washington. Y, en el camino, se ha manchado de manera severa la imagen internacional de la todavía primera potencia mundial, con una retirada espantosamente mal ejecutada. La guerra de necesidad, como calificó el presidente Obama a la establecida en Afganistán en contraposición a la “guerra de elección” ocurrida en Iraq, se cierra de la peor manera posible para Washington: con los talibanes de nuevo en el poder y su capacidad de proyectar fuerza y confianza en el exterior gravemente debilitada.
Consecuencias externas
Tras los hechos acontecidos, se deben intentar atisbar las primeras respuestas ante la pregunta que todos los interesados en el devenir del mundo se están haciendo: ¿Y ahora qué? La retirada de Estados Unidos de Afganistán abre un nuevo escenario geopolítico con muy diversas consecuencias, no todas fácilmente predecibles.
En el caso del gobierno interno del propio Afganistán, parece claro que los talibanes se afianzan como el único interlocutor válido en el país habiendo logrado el control total del territorio afgano, incluido el valle del Panshir, lugar donde inicialmente se organizó un intento de resistencia, rápidamente sofocado por el régimen talibán. La cuestión estriba en saber hasta qué punto los talibanes mantendrán esa capacidad, especialmente si se tiene en cuenta las pocas simpatías que despiertan entre la población urbana y minorías como los uzbekos, tayikos o hazaras; y, sobre todo, las enormes dificultades económicas en las que se halla inmerso Afganistán.
Al rescate del nuevo régimen de Kabul surgen previsiblemente una serie de países con agendas diversas pero un objetivo común: conseguir calmar las enormes turbulencias que han sacudido el país y estabilizarlo de cara a evitar problemas internos surgidos a raíz de lo ocurrido en el Emirato Islámico de Afganistán.
De este modo, los Estados vecinos del país, como son los países de Asia Central, Irán y especialmente China y Rusia, con sus propios movimientos islamistas e independentistas internos, son los que cuentan con un interés mayor en la estabilización del nuevo régimen. Será interesante observar el papel que juegue Pakistán, único Estado hasta el momento que se ha erigido como defensor sin ambages del nuevo gobierno de Kabul.

En clave general, la caída de Afganistán representa una prueba más de la desaparición del mundo unipolar dominado por Estados Unidos tras la caída de la Unión Soviética en 1991. La nueva era de competición entre grandes potencias, con la consiguiente carrera armamentística y tensiones geopolíticas que acarrea, abre una fase llena de incertidumbres que compromete cada vez más el equilibrio y la paz internacionales y que deberá ser gestionada de manera extremadamente cautelosa en aras de evitar un conflicto de consecuencias imprevisibles.
Entre tanto, la población afgana, abandonada a su suerte, es la que sale peor parada, ya que, a las ya palpables penurias económicas y sociales a las que se enfrenta, se le debe sumar la amenaza de otro actor aún más extremista y violento que los propios talibanes: el Estado Islámico. La contienda abierta entre estas dos organizaciones, que compiten por la supremacía dentro del fundamentalismo islámico y por el propio control del territorio afgano, promete ser de todo menos esperanzadora para una sociedad ya suficientemente castigada tras décadas arrastrándose de un conflicto en otro.

Por si fuera poco, la oleada de refugiados y desplazados internos amenaza con desbordar tanto al nuevo gobierno como a los países limítrofes, ya bastante sobrecargados debido la convulsión experimentada por el país centroasiático en las últimas dos décadas. Al oeste, Europa aguarda intranquila, esperando que esta vez el flujo de refugiados no tenga la dimensión del experimentado en el año 2015 con la guerra de Siria, y que, en todo caso, sean los países vecinos los encargados de acogerlo en su mayor parte.
Pocos temas hay tan controvertidos en el Viejo Continente como la inmigración, por lo que no sería descartable el uso de un asunto tan delicado como este por parte de dirigentes con falta de escrúpulos de los países considerados “de tránsito”, como ya se ha demostrado en los últimos años en el caso de Turquía o recientemente en Bielorrusia, con el objetivo final de explotar las contradicciones internas de la UE y obtener a cambio beneficios de distinta índole.
Las palabras de Biden, calificando de “éxito” la misión desempeñada por su país durante los últimos 20 años al impedir que Afganistán continuase siendo un santuario de extremistas, parecen más huecas que nunca a la luz de estas nuevas revelaciones. Por no hablar de la confianza que otorga el presidente al pacto firmado con los talibanes en tal sentido, sobre todo teniendo en cuenta el valor que ha demostrado tener la palabra de los extremistas a lo largo de todos estos años. Sólo el tiempo dará o quitará la razón.
¡Muy buen artículo! Felicidades
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